Hasta que una vez más cumplió años, le cayó el 20. A cada persona que conocía se le hacía que nada más la iba a tener cerca unos cuantos años porque ahora le quedaban menos. Lo mismo comenzó a sucederle con cada cosa que veía; con cada momento que pasaba ante sus otros cuatro sentidos.

Antes de todo esto, llegó a creer que las vivencias que tenía se sucederían una tras otra interminablemente, como cuando en los años de adolescencia uno llega a sentir que es inmortal y le atora a todo lo que se nos atraviesa, con una visión del riesgo que frisa entre la temeridad, la osadía y la irresponsabilidad.

Y entonces, en el momento en que éste relato cobraba vida, le sucedió que sus creencias en cuanto a la permanencia de sus relaciones con personas, cosas y situaciones, comenzaron a mutar a la velocidad de la luz con que la vida se le iba.

Les platico que, a lo que le ocurría, la palabra “cambio” le quedaba bien corta. Más bien era como una mutación, por la velocidad a que se daba y el volumen de lo que contenía.

En su “antes” quedaba la creencia de que el anaranjado intenso que un día veía en el cielo crepuscular, se repetiría al siguiente a la misma hora y en el mismo lugar, y entonces, sus ojos se posaban en esa maravilla solo unos cuantos minutos -o segundos- “al cabo que mañana lo volveré a ver”.

Antes, el delicioso sabor de esa comida que preparaba con todo amor el kalifa de la familia para demostrar de esa manera su cariño a los demás, lo paladeaba con fruidez pero se distraía imaginando las sensaciones que venían servidas en las viandas que hacían fila en la adornada mesa.

Antes, el mismo placer por la posesión de lo deseado -otra vez, fruidez- encarnado en la belleza del amado ser ahí a su lado, vivía en él solo el capítulo 1, porque el 2 aparecería apenas el día aquél diera la vuelta y se perdiera en la esquina de su vida. Es que antes, al doblar de cada esquina de su vida había otra vida.

Antes, recibía y se daba solo en partecitas, porque las otras las recibiría y las daría, igual, al día siguiente.

Y entonces, administraba sus sentidos. Ni se daba todo ni recibía todo, porque creía que tenía el día siguiente -y los otros muchos también siguientes- para seguirse dando y recibiendo.

En su “ahora” -después del cumpleaños aquél cuando le cayó el 20- notó que la cosa era diferente. Ahora, no sentía sus alforjas tan llenas del tiempo de otras veces.

Algo le dijo -así, bien de repente- que si dejaba hoy de ver ese glorioso crepúsculo, quizá no tendría un mañana para verlo otra vez o al menos no con esa misma intensidad. Y en consecuencia, se quedó ahí en la montaña, con sus ojos fijos en el horizonte del oriente, atestiguando cómo el anaranjado se diluía con el azul del cielo para ir convirtiéndose de a poco en el amarillo de Neruda -y de él también, pues era su color favorito- hasta que se difuminaba en los grises del día atomizado.

Ahora -si ya de por sí masticaba lento- ese mundano proceso de la alimentación fisiológica se volvió místico al deleitarse con los platillos que preparaban las manos del kalifa, porque volver a sentarse en aquella mesa adornada -que no servida- se volvía incierto, pues la certidumbre de su tiempo se derretía al mismo ritmo que el anaranjado ante los azules grisáceos de sus nuevos cielos.

Ahora la fruidez interna y exterior ante el amado ser -como no tenía un mañana cierto- era de otro mundo donde aún no se inventaba la palabra que define lo que existe por encima del placer.

En consecuencia, se daba todo y recibía todo, porque -ya que no había un mañana cierto- había dejado de administrarse en sus sentidos.

Se había vuelto -entonces- más intenso de lo que la gente decía que ya era. Ya no dejaba -incluso- para mañana, lo que podía hacer, escribir y leer hoy. Todo en él se volvió inmediatez porque la trascendencia de nuestra existencia obedece a fuerzas muy por fuera de nuestro albedrío.

Veía con los oídos y escuchaba con los ojos. Todo en él se volvió intensidad y desafiando al tiempo, convertía los segundos en minutos y éstos en horas. Intentó hacer lo mismo con los días, las semanas, los meses y los años, pero no pudo.

Lo que para otros era brevedad, para él se volvió eternidad. Así de entregado estaba a su “ahora”, exprimiéndole hasta la última gota al deleite de estar vivo.

Y así, su teoría de la pasión que hacía tantos años había escrito, se volvió de pronto todo un himno en sus octetos y sextetos:

La pasión es verte y viajarte con la mirada; es tocarte por encima y más allá; es acariciarte el alma. Es pérdida de conciencia y un despertar sin arrepentimiento. Es intensidad y plenitud insatisfecha, porque apenas algo tienes, quieres más.

Es frecuencia, ritmo, cadencia, espontaneidad. Es frescura, impulso, naturalidad. Es también tiempo, fluir y brevedad que se vuelven una eternidad. Es oler, sentir, tocar y paladear.

Es emoción, reto, arrojo; es, aunque apenas en el tiempo te conozca, decirte úsame, tómame, disfrútame, léeme, anochéceme, escríbeme, amanéceme, náceme, víveme, recórreme. Porque yo te voy a usar y disfrutar; voy a leerte y contigo anochecer; escribir en ti, amanecerte y recorrerte. Nacer de ti y vivirte en forma irreverente.

 

CAJÓN DE SASTRE

Y con un “antes” cada vez más difuminado por el tiempo, y un “ahora” que se colmaba así de intensidad, ¿para qué esperar a ver lo que hay al doblar la esquina de la vida?

Hola, Pita, hasta Salzburgo.

placido.garza@gmail.com

PLÁCIDO GARZA. Nominado a los Premios 2019 “Maria Moors Cabot” de la Universidad de Columbia de NY; “SIP, Sociedad Interamericana de Prensa” y “Nacional de Periodismo”. Es miembro de los Consejos de Administración de varias corporaciones. Exporta información a empresas y gobiernos de varios países. Escribe diariamente su columna “IRREVERENTE” para prensa y TV en más de 40 medios nacionales y extranjeros. Maestro en el ITESM, la U-ERRE y universidades extranjeras, de distinguidos comunicadores. Como montañista, ha conquistado las cumbres más altas de América.