La acuciosidad del historiador del siglo dieciocho Lorenzo Boturini Benaduci, permitió que legara a la posteridad la relación de autor anónimo de la Conquista de Tlatelolco, escrita de náhuatl en 1528.

El cronista anónimo de Tlatelolco rememora los formidables obsequios enviados a Cortés por Moctezuma, los mismos que, una vez remitidos al “Cesar Carlos”, testa coronada del Sacro Imperio Romano Germánico, causaron la conmoción del público de Alemania al ser exhibidos, tal y como lo declarara en sus días, nada más y nada menos que Alberto Durero, el magnificente artista flamenco de la época.

 

Figuraban de manera destacada entre aquellos presentes imágenes del sol y de la luna forjados en oro y plata respectivamente , el metal amarillo “cozcteocuítlatl” y el metal blanco “iztacteocuítlatl”, enviados al “Capitán delante del que se hacen sacrificios para su enojo cuando le fuera ofrecida sangre en una “cazoleta del águila”.

La crónica de Tlatelolco de manera sorprendente es , no obstante, omisa al hacer referencia a una figura por demás enigmática; aquella que describiera con especial sorpresa y estupor Bernal Díaz del Castillo :

“…venía con ellos un gran cacique mexicano, y en su rostro y facciones y cuerpo se parecía al Capitán Cortés, y adrede le envió el gran Montezuma, porque según dijeron, que cuando a Cortés lo llevó Tendile dibujado su misma figura, todos los principales que estaban con Montezuma dijeron que un principal que se decía Quintalbor se le parecía lo propio a Cortés, que así se llamaba aquel gran cacique que venía con Tendile, y como parecía a Cortés, así lo llamábamos en el real, Cortés acá, Cortés acullá”

Don Manuel Orozco y Berra señalaría que el nombre de “Quintalbor” no corresponde en realidad a la fonética náhuatl, destacando al efecto, que el propio Bernal Díaz del Castillo lo designa indistintamente con los nombres de Pitalpitoque, o el mucho más probable de Cuítlalpitoc.

Las crónicas de los “informantes” de Fray Bernardino de Sahagún que respaldan los célebres códices “florentino” y “matritense”, dejan constancia de dos hechos por demás singulares: por una parte, los terribles presagios que años previos a la llegada de los españoles se manifestaron para estupor de las habitantes del Anáhuac; y, en segundo término; los innumerables brujos y hechiceros que Moctezuma envió a presencia a los visitantes que venían del mar, con clara intención de forzar su voluntad hacía la retirada.

Los presagios referidos provocaron al decir de los “informantes de Sahagún”, la convicción en Moctezuma de que retornaría el mítico tolteca Quetzalcóatl, destacándose de entre ellos uno especialmente aterrador consistente en una grulla con un espejo en el cogote en el que se reflejaba la constelación de Géminis.

Alrededor de un siglo antes, la antigua sabiduría tolteca fue alterada por Tlacaélel durante el reinado de Izcóatl, estableciendo el código cultural y político del poderío mexica, sin embargo, de las antiguas enseñanzas toltecas quedaba la enseñanza de la entrega de Quetzalcóatl y de su huida ante la vergüenza de la embriaguez inducida por el espejo humeante de Tezcatlipoca. 

Resulta curiosa, por decir lo menos, la omisión que de la persona de Pitalpitoque se hace en la única crónica indígena de los sucesos, acaso porque el episodio central que aquella relata, haya sido el concerniente al asedio de las ciudades lacustres de Tenochtitlan y de Tlatelolco y a su angustiante caída al momento en el que, como dijera Alfredo Chavero “ moría ya la tarde, prometiendo tormenta, y entre nubes rojas como sangre se hundió para siempre detrás de las montañas el quinto sol de los aztecas”

La sensibilidad de los pueblos antiguos dados a “las metamorfosis” como rescatara de manera por demás tardía “el divino Ovidio”, alcanzaría en la fascinación mesoamericana hacía las dualidades y los desdoblamientos grados de auténtico paroxismo, exaltación, ausente al parecer, ante el llanto por la derrota en la relación de Tlatelolco.

Tal fascinación, no obstante, nos ofrece una eventual explicación antropológica, respecto de la enorme fuerza que representaba la figura enigmática de Pitalpitoque, el máximo de los hechiceros enviados por Moctezuma; quién, si dados los presagios preexistentes habría visto en Cortés a Quetzalcóatl, en aquel “espejo humeante”, pretendía acaso provocar la retirada hacia el mar en una embarcación abrazada por llamas cuyas humaredas llegasen hasta el cielo para darle así vida a la manifestación celeste de Xolotl, “el ajolote”, en el astro que nosotros denominamos “Venus”, “estrella de la mañana”.

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