Cada vez es más resonante la idea de que no todo el crecimiento económico debe medirse de la misma forma, y que no todas las formas de crecimiento tienen el mismo mérito, ni el mismo respeto por los derechos humanos económicos y sociales de las personas. En suma, cada vez son más los cuestionamientos sobre la idea de desarrollo sin inclusión, que de alguna manera fue defendido por todos los países occidentales durante casi medio siglo. Es difícil comprender cómo los países de instituciones democráticas más avanzadas pudieron tragarse ese discurso hegemónico, abierto, de que la desigualdad (transitoria o no) y el abandono de pueblos enteros por razones de eficacia económica, eran efectos secundarios, inevitables, del progreso. Pero es indudable que el triunfo del neoliberalismo, como bien ha dicho Fernando Escalante, no fue económico sino cultural.

En esta nueva época global, de nuevos nacionalismos, localismos y francos detractores de la globalización, los gobiernos enfrentan nuevos desafíos y prejuicios. Tan dañina es la fe ciega en el libre mercado como sustituto de la justicia humana, como el ánimo destructivo del libre comercio en aras de la recuperación de un pasado idealizado que no fue. No hubo socialismo, sino capitalismo de Estado. Las respuestas a los problemas del presente no pueden ser las mismas que se intentaron en el pasado, pese a que sea valioso abrevar de la experiencia histórica.

Pero las épocas de crisis ideológicas son siempre buenas oportunidades de cambio. En lo que concierne a los actores del desarrollo económico, las décadas pasadas se han centrado en una constante crítica al Estado como ente responsable del bienestar y del crecimiento económico, pero poco se ha hablado de las exigencias que la sociedad y la ley deben hacer al otro elemento de la ecuación; a saber, las empresas, sobre todo aquellas tan poderosas que pueden decidir la suerte económica de países completos con una decisión, ya sea la de entrar, o la de irse. Parecería obvio que un actor de esas dimensiones y capacidades debería ser tan vigilado como los poderes públicos para que no abuse de su poder (es la idea de los poderes salvajes del renombrado jurista Luigi Ferrajoli), pero esto no ha sido así, quizás por otro prejuicio muy neoliberal: creer que todo lo público es malo, y todo lo privado, bueno. Así, sin mayor evidencia.

El jueves pasado, la empresa AirBnB anunció que piensa salir a la bolsa de valores en 2020, es decir, volverse una empresa pública. Esperemos que eso ayude a que dicha compañía cambie sus políticas de responsabilidad fiscal, urbana y social en general. Lo que para muchos puede ser una oportunidad de negocio a corto plazo (alquilar un departamento por día, o un cuarto de su casa), ha tenido consecuencias de gravedad en el tejido social de ciudades enteras, que han sido depredadas por estos contratos opacos de hospedaje, que no cumplen con ninguna de las normas en materia de contratación, protección civil, seguridad, ni ninguna otra. Han provocado la quiebra de muchos hoteles que están establecidos conforme a ley y pagan impuestos, y han provocado que miles de personas sean desalojadas de sus viviendas porque ahora el dueño quiere convertirlas en AirBnB, lo que a su vez ha provocado menor oferta y mayor precio de las pocas rentas que aún quedan en esas localidades. En destinos turísticos importantes donde esa plataforma opera, los habitantes de esas ciudades ya no pueden pagar sus propias rentas. Están siendo desterrados por un modelo de negocios cuya falta de regulación produce ganancias para todos menos para la comunidad donde opera.

Las nuevas disposiciones fiscales que ha anunciado la Secretaría de Hacienda y que seguramente avalará el congreso federal, señalan que AirBnB, junto con otras plataformas billonarias, ya pagará impuestos, y también los pagarán los usuarios, que hasta hoy están en una informalidad, digamos, de cuello blanco, por ser propietarios de inmuebles, pero no por eso menos informales. Esperemos. El verdadero problema de los países pobres, es fiscal, no humanitario. Así que hacen falta menos gestos de buena voluntad, y más honestidad en materia de impuestos.