Toda política económica que se sustente en al ahorro nunca ha sido bien vista en México. La estrategia para enfrentar la crisis sanitario-económica del Gobierno mexicano soportada en la austeridad y en fortalecer la disciplina fiscal se encuentra profundamente cuestionada, pues se cree que la opción preferente es contratar deuda por encima de lo presupuestado; o bien la de emprender una estrategia expansiva de gasto e inversiones públicas incluso por arriba de las posibilidades fiscales. En un plano aún menos comprensible, hay quien piensa que el Estado debe endeudarse o aceptar la generación de un déficit primario para rescatar empresas que enfrentan problemas de liquidez o de insolvencia transitoria. Es el Estado el que debe endeudarse o empobrecerse, las empresas no.

¿Por qué no gustan las estrategias económicas que tienen como soporte el ahorro? Lo evidente es que el ahorro significa un esfuerzo; pero existe un problema adicional, culturalmente nos gusta más gastar que ahorrar, existiendo una especie de aversión por el ahorro.

Socialmente, más preparados para gastar, se ve todo proceso de ahorro como un lastre, en su caso, como un mal necesario, nunca como un beneficio. Así, ante cualquier evento que signifique limitación o escasez de recursos, se prefiere recurrir a la deuda, bajo la premisa de que ello mantiene inalterable el estilo de vida; en tanto que el ahorro significa sacrificar gastos o consumos superfluos y suntuarios. En un natural egoísmo, se cree que el sacrificio lo deben hacer otros o el Gobierno, ¡nunca uno!

Recurrir a la deuda no es un proceso contra natura al capitalismo; de hecho casi todas las personas físicas y morales recurren a fuentes de financiamiento para allegarse de recursos. Pocos, sin embargo, conciben que las deudas sólo deben servir para complementar el ahorro y que es necesario respetar cuatro principios básicos: 1) que toda deuda debe obligar a generar economías; 2) que no es posible endeudarse más allá de la capacidad de pago; 3) que debe servir para resolver problemas transitorios de liquidez; y 4) que lo más racional es destinar estos recursos hacia bienes de inversión o hacia fines productivos.

¿Se puede sustentar históricamente que en México existe aversión por el ahorro? Lo primero que hay que decir es que la desigualdad soterrada a lo largo de nuestra historia ha actuado en contra del ahorro. Dicha desigualdad ha movido al país hacia dos polos: una inmensa mayoría que sólo obtiene recursos apenas para sobrevivir y una minoría con una tendencia hacia al dispendio o al derroche.

Cuando Humboldt estuvo en México a principios del siglo XIX definió de una manera simple al país: "La Nueva España es el país de la desigualdad". Pero otros viajeros habían observado este fenómeno perverso. En sus crónicas de viaje a mediados del siglo XVIII, Francisco de Ajofrín apuntaba:

“No obstante que hay tanta grandeza en México, caballeros tan ilustres, personas ricas, coches, carrozas, galas y extremada profusión, es el vulgo en tan crecido número…y andrajoso… pues si de toda España se pintasen cuantos pobres e infelices hay en ella, no se hallarían tantos y tan desnudos como sólo en México, y a proporción, en la Puebla de los Ángeles, como dije, y demás ciudades del reino. De cien personas que encuentra en la calle, apenas hallarás una vestida y calzada... De suerte que en esta ciudad, se ven dos extremos diametralmente opuestos: mucha riqueza y máxima pobreza…”

A estas referencias habría que añadir otras que están relacionadas con el "boom" de la plata en el periodo novohispano: "Aun en Madrid había pequeños grupos criollos, cuya vida ociosa y suntuosa era contemplada con admiración (y sorna) por la nobleza metropolitana". La literatura novohispana, sus novelas, cuentos y leyendas está llena de temas o anécdotas de jóvenes ricos que derrochaban las fortunas de sus padres y cuya moraleja se relacionaba con la necesidad de moderar vicios y volver al esfuerzo del trabajo y el ahorro.

La independencia no trajo consigo la modernidad, menos el advenimiento de una clase social emprendedora, antes bien destruyó las bases en la que se sustentaba la economía novohispana. Ante una hacienda pública y una economía en ruinas, pocos -entre ellos, Alamán y Mora- abordaron el tema de las industrias y la racionalidad del gasto con cierta profundidad. Las clases altas, medias y el pueblo, en general, erigieron como símbolo de su época a un jugador empedernido y derrochador: Antonio López de Santa Anna. Las costumbres poco cambiaron, el ocio y el derroche hicieron incurrir al Estado en deudas que se hicieron impagables y la economía entró en una profunda desgracia durante más de seis de décadas; ello aunado a las permanentes luchas intestinas.

Con el porfirismo hubo un advenimiento a la modernidad, originado más por la entrada de capitales e industrias extranjeras. Salvo en algunas industrias, la visión de los hombres nacidos en el país siguió siendo retardataria, sustentada en el acasillamiento laboral mediante el endeudamiento de la fuerza de trabajo. Nuestra burguesía se tornó de rancios aristócratas, que lejos estaban de contar con un espíritu modernizador. Se hicieron, sí, inmensamente ricos pero empleando métodos sustentados en prácticas anquilosadas, lejanas a la natural movilidad que deben tener la inversión de sus capitales.

La revolución, así, tuvo un origen rural, porque en las haciendas la forma de explotación era arcaica; ello paradójicamente a la incorporación de maquinaria y equipo modernos, tal como sucedió en la industria azucarera.

En este apretado recuento, habría que obviar los treinta largos años después de la revolución, que sirvieron para reconstituir las bases que le iban a dar funcionalidad al Estado Mexicano, con el surgimiento de las instituciones y empresa públicas. Fue hasta los años cincuenta del siglo XX que surgió una estrategia sustentada en tres premisas básicas: la generación de ingresos reales; la motivación al ahorro voluntario y la disciplina fiscal.

El modelo sólo pudo operar durante 18 años. En los años setentas se perdió el equilibrio fiscal y los conceptos de gasto e inversión públicas se dejaron de alinear a la capacidad fiscal del Estado. Más aún, durante la segunda mitad de esa década, en lugar de hacer las previsiones necesarias mediante el ahorro, se derrochó la riqueza petrolera; llevándonos a una de las peores crisis de nuestra historia.

Así en 1983, ante la inminente crisis fiscal y financiera del Estado mexicano, el estancamiento estructural de la economía y un fenómeno inflacionario incontenible, dio inicio una estrategia sustentada en una creciente liberalización del mercado y un ajuste estructural de las finanzas públicas; concatenada a una privatización de las empresas del Estado y a una progresiva articulación de nuestro desenvolvimiento al mercado internacional.

El ajuste estructural en las finanzas públicas y la mayor experiencia y conocimiento en el manejo de las políticas monetaria, cambiaria, y financiera, le fueron dando un mayor grado de estabilidad económica y financiera del país. Se hizo controlable el círculo perverso que amenazaba con destruir la continuidad de nuestro sistema económico: inflación, altas tasas de interés, desinversión, fuga de capitales, devaluación y contracción. Sin esa corrección, no hubiese sido posible sobrevivir: el caos social iba romper nuestra ejemplar tolerancia hacia la inequidad.

El nuevo modelo económico frenó los impactos monetarios y financieros, pero resultó imperfecto para ofrecer perspectivas sólidas en materia de desarrollo social. La gran interrogante, entonces, es por qué la estabilidad macroeconómica no generó fenómenos cualitativos en torno al crecimiento y generación del ahorro interno, tal como sucedió en los años cincuenta y sesentas. ¿Por qué los nuevos equilibrios no generaron un cambio sustantivo en la economía de las familias, en la generación de ingresos reales y en el consecuente impulso al ahorro? ¿Todo fue culpa de un mercado inhumano, que atentó contra el equilibrio social?

Para tratar de abordar estas preguntas, sucintamente voy a señalar cinco fenómenos que resaltan una indebida actitud del Estado:

Primero. Fue el Estado el inductor de la acumulación del capital; es decir, en realidad operó para promover el surgimiento de una reducida clase empresarial inmensamente rica a partir de la privatización de empresas públicas y de concesiones. Los monopolios pasaron de ser públicos a ser privados.

Segundo. El Estado no fue un promotor de la competencia ni de la competitividad. Tres fenómenos pueden advertirse en ese sentido: 1) la apertura del mercado en ciertos sectores, ramas y nichos de inversión se hizo gradual y lenta en forma deliberada; 2) las ventajas comparativas se hicieron en torno a la permanencia de salarios bajos y a la contención salarial; y 3) los recursos dirigidos a los rubros que amplían la productividad y la transferencia o asimilación tecnológica, como la salud, la educación, la ciencia y la tecnología fueron limitados y escasos.

Tercero. Aun cuando las micro, pequeñas y medianas han participado con más de 50 por ciento del PIB y casi el 80 por ciento del empleo, sufrieron un abandono imperdonable. Prácticamente desapareció el fomento económico, bajo el supuesto que el crecimiento de las grandes empresas iba a empujar los círculos de valor hacía las empresas proveedoras y a toda la economía.

Este mismo contexto redujo la participación de la banca de desarrollo en los procesos de financiamiento de amplios segmentos productivos. Con la idea de que este tipo de instituciones no debía competir con la banca privada, algunas desaparecieron y en otras se limitó el crecimiento de su red de sucursales.

Lo anterior pese a que el sistema bancario mexicana trasnacionalizado, no ha cumplido adecuadamente con su función de intermediar entre inversionistas y ahorradores. Siguiendo las tendencias del mercado, su negocio está en el margen financiero que opera mediante los créditos al consumo (tarjetas de crédito), relegando a un segundo plano a los financiamientos dirigidos al capital de trabajo y a la inversión.

Así, sin políticas de fomento y sin canales de financiamiento, los propietarios de las micro, pequeñas y medianas empresas siguieron la misma suerte de amplios sectores de la población: la pobreza; con el corolario de que inclusive aunque quisieran, la gran mayoría de ellos dejaron aceleradamente de ser sujetos de crédito.

Cuarto. Los fenómenos de concentración de riqueza y de pobreza masiva inhibieron el desarrollo de mecanismos de financiamiento directo a partir de la democratización de la tenencia accionaria. En México sólo participan 146 empresas en la bolsa de valores y únicamente 35 por cada 10 mil habitantes invierten en el mercado bursátil (El Economista).

Quinto. El mayor equilibrio fiscal no corrigió culturalmente el fenómeno de la corrupción; por el contrario, asoció al poder público con los negocios privados en todos los niveles de gobierno. El derroche fue generalizado y se presentaron fenómenos de simulación en las licitaciones y sobreprecio; además los mecanismos de desviación de recursos se hicieron sofisticados y complejos, lo que propició una especie de concentración de "grandes negocios" con recursos públicos en pocas manos.

Sexto. El Estado se hizo estructuralmente pobre y sus recursos insuficientes para atender las crecientes necesidades sociales. Para que se puedan cumplir de manera plena y eficaz con sus funciones, los países desarrollados han incrementado considerablemente sus ingresos tributarios. En promedio, los países miembros de la OCDE tienen una recaudación equivalente a 36 por ciento del PIB, mientras que en México los ingresos tributarios apenas representan 18 por ciento.

Coinciden en este baja proporción tributaria dos factores: la evasión y las prácticas de condonación fiscal hacia quienes pueden aportar dadas sus utilidades y nivel de ingresos; pero también la presencia de una masa social empobrecida, que no sólo no puede aportar al fisco, sino que requiere ingentemente de estos recursos para su sobrevivencia.

En diciembre de 2018, inició una nueva fase en el desarrollo económico del país. Se trata de un Gobierno que cree en la austeridad; en el significativo esfuerzo del ahorro; en la necesidad de acrecentar los fondos públicos mediante una recaudación fiscal progresiva, evitando la evasión y la condonación de adeudos; que combate el fenómeno que distorsiona los procesos de ahorro público, es decir, la corrupción y que intenta un reordenamiento social, tratando de reducir la desigualdad y los niveles de pobreza.

Ese Gobierno no fue bienvenido por lo que más tienen; por el contrario, simplemente dejaron de invertir, incluso cuando se respetaron las bases que en apariencia más le interesaba: el libre mercado y los ámbitos de inversión que le son propios; es más boicotearon las iniciativas de inversión pública. Ante la crisis pandémica que estamos viviendo, el Gobierno sigue insistiendo en la austeridad, en la disciplina fiscal; en atender prioritariamente a los grupos vulnerables y a los pobres.

Los presagios funestos crecen, el miedo y el terror se siembran. Son los mismos de siempre: los que con un espíritu clasista, creen que ellos están primero, porque son los que posibilitan la funcionalidad del sistema económico, aun cuando la experiencia demuestra que es necesario tener una visión de desarrollo sustentada en la justicia distributiva; los que conciben que el Estado debe estar a su servicio; los que insaciables creen que primero están ellos, que para sufrir están los pobres.