Quizá causa tanta estupefacción la aparición de un enemigo al que no podemos ver más que en los resultados que nos presentan las gráficas de los reportes diarios, en las cifras diarias de contagiados y de fallecidos, en las fotos de lugares remotos donde han sido necesarias las fosas comunes, en mapas de distintos colores para indicar el nivel de contagio, en la suspensión de labores de las escuelas y centros de trabajo gubernamentales y privados que se denominan no esenciales y en un debate político que se da en distintos tonos, entre distintos personajes y con un nivel lingüístico muy disparejo.

El coronavirus es una versión actualizada del chupacabras. Nadie lo puede ver y ahora, no sólo el ciudadano común y corriente, sino las institucionales nacionales e internacionales, los gobiernos y prácticamente todos los líderes de opinión hablan de él.

Sólo los familiares cercanos de los contagiados y, por supuesto, de los fallecidos han podido constatar de cerca lo que se vive en los hospitales Covid-19. Sólo ellos han estado sin guardar ningún tipo de distancia, sino aglomerados fuera de los hospitales en espera de noticias sobre sus enfermos y sólo ellos han tenido que conformarse con una cajita que contiene las cenizas de los familiares fallecidos y no saben si de verdad corresponden a las de su pariente, pero no tienen más remedio que recibirla y darle sepultura.

Esta situación inédita ha dado lugar a un sinnúmero de reacciones. Las más visibles son las de tipo político, que no dejan de lado la sabiduría popular de la ganancia en río revuelto.

La ciudadanía, hoy, como quizá nunca antes, reacciona según dos factores: su situación económica y su filiación política. Hay gente que desdeña la política pero se toma en serio el riesgo de la salud, se queda en casa, usa cubrebocas, guantes, gel antibacterial y careta cuando tiene necesidad de salir. Son los afortunados que tienen resuelto un ingreso seguro. Existe otra franja que aunque quisiera cuidarse no tiene más remedio que salir a buscar el sustento. Unos más que apuestan por una sólida ignorancia con convicción y aseguran que el virus no existe; son por supuesto los que no tienen a nadie cercano que haya sido afectado por la enfermedad, pero no sólo eso, afirman que el virus es una invención del gobierno para tener a la gente encerrada aunque no se tomen la molestia de preguntarse en qué le beneficia esto al gobierno. Dentro de una conspiración gubernamental cabe perfectamente cualquier fantasía o premisa descabellada. Podría pensar que piensan, asumo la cacofonía, en una moderna Siberia con redes sociales, pero sólo sería posible si considerara que saben lo que significa Siberia como forma de control político, de modo que eso queda descartado.

En ese imaginario de manipulación del poder actúan con desafío, salen en grupos, no usan protección, no tienen precaución con la higiene de los alimentos y, el colmo, como ocurrió en Naucalpan, hacen fiestas Covid. Se reúnen muchedumbres a bailar y beber para demostrar que no existe el virus, sacan su capote rojo de la pachanga y el alcohol para azuzar a un toro que suponen nunca los embestirá.

Una amiga narró en Facebook que fue a una consulta médica en la Ciudad de México y abordó el metrobús, iba con la protección recomendada. Vio a una joven sin cubrebocas y le ofreció uno regalado, la chica lo rechazó y le dijo que “eso” no existía. Sin más comprobación científica que su convicción de que es un invento.

Eso sí, muchos reclaman al gobierno por la situación que atraviesa el país, lo culpan de la crisis económica ignorando, con intención o si ella, que se trata de una crisis mundial. Entonces sí les sale el patriotismo, uno que sólo alcanza para defender al jabón Zote del desdén de una señora hondureña y para dirigir el dedo flamígero contra el gobierno, que es el culpable más a la mano.

Cuando se percibe que esas respuestas son producto de la ignorancia son explicables aunque no justificables, porque de ellas puede depender que se estén saturando los hospitales.

Cuando los llamados a no hacer caso al gobierno provienen de un interés político no hay otro modo de llamarlo más que vileza, indecencia y genocidio. Los más activos en el este renglón son los empresarios, cuyos objetivos sólo se miden en ganancias y nunca en vidas humanas. Instan al gobierno a retomar las tareas productivas independientemente del costo en vidas que suponga. Cierto, si no hay repunte económico, quizá tampoco haya con qué salvar vidas, pero el retorno a la economía se debe hacer con cautela so pena de que un repunte signifique una mortalidad todavía mayor y el descalabro económico sea inmanejable.

El caso más patético, entre los recientes, lo dio el empresario Ricardo Salinas Pliego, quien en su cuenta de Twitter hizo unas “preguntas básicas” a sus “amigos en cuarentena, en Valle… o donde quiera que estén recluidos. 1.- ¿Quedarse encerrados hasta que haya cura o vacuna, 2.- ¿Quedarse encerrados hasta que el gobierno les diga que pueden salir?, 3.- ¿O quedarse encerrados hasta que un buen día se desapendejen y decidan salir a vivir la vida con todo y sus riesgos?”.

Este es un supuesto aliado de la 4T. Ahora sí que, no me ayudes compadre. ¿Puede sorprendernos que en el principal noticiario de la televisora de Salinas, el lector de noticias Javier Alatorre haya hecho un llamado a ignorar las recomendaciones del subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, Hugo López Gatell?

¿Cuántos mexicanos estarán padeciendo la cuarentena en Valle de Bravo o sitios similares? ¿Qué les dice Salinas Pliego a los que están en cuarentena en barrios pobres, en municipios marginados o en ciudades perdidas? Nada. Ellos no son sus amigos, son las cifras sacrificables.