Mientras el Sars-CoV-2 continúa su implacable trayectoria por el mundo, provocando nuevos picos de contagios y hospitalizaciones en una segunda ola a lo largo y ancho de todo el planeta, las grandes farmacéuticas siguen su frenética carrera para contar con una vacuna que sea segura, eficaz y confiable, o al menos, que así sea a la vista de los gobiernos y de los ciudadanos.

La vacuna experimental de Pfizer no promete un consuelo debido a las exigencias extremas de temperatura para su conservación (-70 grados centígrados) principalmente para países cálidos y con escasas capacidades generales de mantenimiento. Moderna, por su parte, asegura que su vacuna presentará condiciones más favorables. Sin embargo, ambas farmacéuticas estadounidenses han aseverado que sus fórmulas gozan de un 95% de seguridad.

En opinión de los portavoces de estas empresas y de los gobiernos, en el mejor de los casos, insisto, en el mejor de los casos, se contará con la disponibilidad de la vacuna para un porcentaje pequeño de la población mundial durante el primer semestre del año 2021.

A pesar de estas noticias medianamente halagüeñas, se han expresado dudas en torno a la eficacia y seguridad de las vacunas. En este contexto, recojo datos contenidos en el artículo intitulado “La loca resistencia a las vacunas” publicado en la revista Nexos de su presente edición. De acuerdo a Consulta Mitofsky, una de cada nueve personas rechazaría aplicarse la vacuna en México, mientras que una de cada cuatro optaría por prescindir de la fórmula en 27 países encuestados. Lo anterior ha derivado de especulaciones mundiales en torno al covid-19, y de un escepticismo sobre la eficacia de la misma.

A lo anterior, bien valdría señalar algunos argumentos esgrimidos por no pocos médicos y científicos. Debido a sus múltiples fases de prueba y experimentación, el desarrollo, producción, aprobación y comercialización de las vacunas han demorado históricamente algún tiempo: varicela, 28 años; papiloma humano, 15 años y rotavirus, 15 años, entre otras. Si bien la ciencia ha avanzado admirablemente a lo largo de los últimos lustros, persisten escepticismos, y en particular, ante un virus desconocido hace apenas unos doce meses.

Enseguida sumemos cuán impredecible es el SARS-CoV-2, el cambiante cuadro de sintomatología en relación con los diversos antecedentes clínicos de los pacientes, su desconcertante tasa de letalidad, y más aun, las teorías en torno al posible origen del patógeno. En este contexto, algunos especialistas no han descartado la posibilidad de lidiar frente a un virus genéticamente manipulado por el hombre en un laboratorio. ¿Teorías conspiratorias? Quizá, pero sí que han hecho mella.

Lo anterior, sumado a una presión política ejercida por los gobiernos para acelerar la comercialización de la vacuna derivado de una urgencia de volver a la normalidad económica, y también —vale señalar— con fines políticos, ha provocado serias reticencias en torno a la conveniencia de aplicarse la vacuna.

Al final, y una vez que la vacuna haya sido comercializada, la decisión recaerá sobre cada individuo. Esta decisión, no obstante, deberá estar basada en información certera y fidedigna, de allí la obligación ciudadana de exigir la máxima transparencia a sus gobiernos y a la Organización Mundial de la Salud.

Por nuestra parte, en México hemos rebasado lamentablemente el millón de contagios y los cien mil fallecidos, con aparentemente la tasa de letalidad más alta del mundo. Y conviene poner el acento en el adverbio “aparentemente” pues nuestro país no realiza el número de pruebas necesario para una evaluación certera en torno al gran total de contagios. De allí que se especule que la tasa sería menor ante una realidad apabullante de individuos asintomáticos, o que simplemente, sanan en sus hogares sin haber siquiera recurrido a un centro médico para su valoración.

En suma, la vacuna contra el SARS-CoV-2 parece una realidad asequible dentro del corto plazo. Sin embargo, deberá existir información confiable y completa trasparencia para las decisiones individuales.