¿Debe culparse a Donald Trump, es decir, a su discurso de odio, por la matanza de El Paso, Texas? En términos jurídicos, seguramente no. Pero desde el punto de vista de la ética, probablemente sí. El presidente de Estados Unidos ha sido muy irresponsable con las palabras, sobre todo con las abrevadas en la aversión racista hacia las personas de origen mexicano que viven en su país.

¿Es ilegal la siembra de rencor? Quizá no sea un delito, pero creo que sí es una conducta que genera daño moral. Espero que algún abogado encuentre, pronto —cuando muy tarde en cuanto él deje el poder—, la forma de llevar a Trump a un juicio civil por todo el mal que ha hecho con sus expresiones ofensivas y calumniosas.

Las figuras públicas están obligadas a actuar con mayor sensatez que el resto de los seres humanos. Lo que el gobernante estadounidense ha hecho no cabe en la categoría de la libertad de expresión. Él no debate, insulta; no argumenta, denigra; no opina, ataca. Lo suyo es dañar por dañar, manchar la reputación de millones de hombres y mujeres que nacieron en México y se vieron en la necesidad de buscar empleo en aquel país. ¿Por qué lo hace? Por convicción y, también, por rentabilidad electoral.

Ojalá pague por ello; con dinero, sí, que es lo único que le duele.

En México hay un sembrador de odio que sería irrelevante si no influyera en algunos jóvenes apasionados que tienen, estos sí, cierta fuerza en la opinión pública.

El odiador profesional es Alfredo Jalife. Los muchachos con algunos miles de seguidores en internet a quienes manipula —puede hacerlo porque ellos no han demostrado ser demasiado cultos— se han bautizado a sí mismos como “youtuberos”, de izquierda en este caso, ya que también los hay de derecha... y también insultan y difaman.

Jalife y quienes le hacen caso dedican mucho de su tiempo a insultar, difamar, mentir, agredir a cualquier persona que se les antoje intentar destruir. Es la razón de que a ese “especialista en geopolítica” varias veces le hayan cancelado sus cuentas en redes sociales. Las reglas de Twitter y Facebook soportan una dosis elevada de agresividad, pero Jalife normalmente rebasa todos los límites y se le castiga. A veces pienso que no logra controlarse porque algo anda muy mal en su estado emocional, no solo por la enorme cantidad de calumnias que lanza a diario contra cualquier que le caiga mal, sino también —y sobre todo— porque llega a extremos ridículos como el inventar que se le condecoró con el Premio Nobel.

Alfredo Jalife alguna vez participó en Morena —no necesariamente como militante—, pero la gente prudente de este partido político ha solicitado que se le expulse si acaso está inscrito en su padrón. Se entiende: no resuelta aceptable la rabia de ese tipo ni, tampoco, su antisemitismo que le lleva a ofender muy fuertemente a cualquier persona con un origen judío, como a la irreprochable jefa de gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, y al intelectual Enrique Krauze.

La hazaña más reciente de Jalife ha sido calumniar a un experto en derecho, notario público importante en la Ciudad de México, Ignacio Morales Lechuga. En su infinita insensatez el ídolo de los youtuberos no entiende que es mala idea pelear, si no se tiene la razón —y Jalife no la tiene—, con un abogado poseedor de una estructura legal que puede usarse para litigar todo el tiempo que se necesite y sin costos mayores.

Aquí los argumentos de Morales Lechuga:

Le deseo al abogado calumniado toda la suerte en su demanda contra Jalife. Espero que Morales Lechuga sí pueda hacer lo que yo no he conseguido por falta de tiempo y de recursos legales sin costo: cobrarle una indemnización al calumniador. A mí Jalife me demandó dos veces, le gané, me debe dinero, pero no he podido cobrarle porque considero que ya he pagado de más en litigantes buscando embargarle la licuadora a ese “geopolitólogo”.

Como a Morales Lechuga le costará muy poco o tal vez nada arrebatarle con la ley en la mano la licuadora a Jalife —no tiene más, no en México: su fortuna la esconde en Líbano—, el notario debe ir hasta el final. Aunque sea poco y no exista nadie con deseos de usar un electrodoméstico seguramente sucio y hasta contaminado, valdrá la pena embargarle la licuadora y exhibirla, esto es, dejar en claro que quien la hace, la paga. Algo, lo que sea, debe empezar a pagar tan lamentable personaje.