El lector podrá estar de acuerdo conmigo en que el mejor símbolo de la pandemia de Covid-19 no es el respirador artificial ni es el cubrebocas: es el semáforo. Este artefacto callejero de tres ojos, verde, amarillo y rojo, nos administra el “siga” o el “deténgase” de la vida moderna (al menos hasta que se descubra la esperada vacuna). El semáforo decreta la suspensión de nuestro transcurrir cotidiano y luego nos envía un salvoconducto instantáneo para que circulemos otro cachito de asfalto. Pero lo único cierto es que con el coronavirus ya no podemos conducir a nuestro libre antojo. La propia autoridad pública ha tomado prestada la imagen del semáforo como símbolo médico para frenar o suspender la salud de poblaciones enteras del país: unas sí y otras no, pero todas sujetas al veleidoso capricho de un bicho microscópico que usa indiscriminadamente nuestros cuerpos como campo de juego o tiro al blanco.

Por eso no me resulta extraño que Cintia Arellano eligiera el semáforo como eje de los microrrelatos que integran su libro: Historias de semáforo, de próxima aparición.

Narraciones referidas a conducir coches (en Monterrey decimos “manejar carro”), hay varias de muy diversa factura en la literatura universal. Están las llamadas road novels, subgénero literario que se especializa en recorrer carreteras. Y en mi canon personal ocupa un lugar preponderante Cosmópolis, de Don DeLilllo que ocurre del primero al último capítulo adentro de una limusina circulando por Nueva York. Incluso una de mis novelas preferidas no se desarrolla conduciendo coches sino chocándolos (se titula Crash y es de mi ídolo J. G. Ballard) y un cuento inolvidable sobre meterse en un embotellamiento vial (La Autopista del Sur, del gran Julio Cortázar).

Pero lo que yo no había leído antes era un libro de relatos cuya trama se ambientara en los intervalos de espera de un semáforo. Y Cintia lo ha conseguido con amena narrativa. Este es uno de los aciertos más originales del volumen Historias de semáforo. En sus microcuentos (algunos son más correctamente viñetas urbanas), la autora despliega un abanico de personajes que suelen pulular en las calles de nuestro querido Monterrey: vendedores ambulantes, limpia-vidrios, agentes de tráfico, limosneros y “viene-viene”. Todos en torno al Panthro de Cintia, que es como un astro rey en cuya órbita giran los arquetipos regiomontanos.

Yo le propongo al lector que se suba al Panthro de Cintia, al menos con su imaginación, y espere con ansiedad ilusionada a frenar en cada semáforo, para que se cuele por la ventanilla del vehículo el aire fresco de las calles y recuerde, en lo que cambia la luz de rojo a verde, de qué pasta están hechos estos seres tan amables, tan cordiales, tan pícaros y tan dicharacheros, que son los regiomontanos.

Y aún le propongo algo más osado al lector: súbase a su carro, con un ejemplar físico o digital del libro de Cintia y lea un microrrelato completo en cada parada de semáforo. Descargará esa adrenalina que todos llevamos dentro. Verá cómo Cintia lo lleva a cruzar las diversas gamas de la alegría, hasta recargar sus deseos de seguir viviendo (con o sin pandemia), o hasta que los carros que tiene atrás suyo se la rayen a bocinazos por no arrancar a tiempo con la luz verde. No importa, regréseles cada mentada de madre cantando “a capela” éxitos de Adele, desafinando o con entonación, como lo hace la propia Cintia y espere el siguiente semáforo para seguir leyendo un relato más. Le garantizo que la esperanza volverá a viajar sobre ruedas para los regiomontanos.