La noche de las elecciones presidenciales estadounidenses me parecía inevitable la victoria de Donald Trump. No recordé el dato, de enorme trascendencia, de que millones de ciudadanos, de ciudadanas de ese país habían votado por correo.

Cuando se contaron las papeletas que la gente envió por el servicio postal, el panorama cambió: Joe Biden se puso adelante y obtuvo el número de sufragios que necesitaba para ser el próximo presidente de Estados Unidos.

Donald Trump, sin pruebas, se ha defendido diciendo que hubo fraude electoral. Se trata de un discurso creíble en otros países, como México, donde se ha demostrado que los partidos dominantes durante años, como el PRI y el PAN, han recurrido a toda clase de ilegalidades para conservador el poder. Pero en Estados Unidos no hay condiciones para atropellos de ese tamaño. De ahí que el hombre color naranja no haya podido presentar una sola evidencia para sostener sus acusaciones.

Si se hubiera tratado del simple pataleo de un tipo vanidoso decidido a justificar su derrota, lo que hizo Trump no habría significado nada. Pero por ser todavía el presidente de Estados Unidos, su denuncia puso en riesgo la estabilidad de las admirables instituciones democráticas de aquella nación. Merece un castigo ejemplar. Cárcel, sin duda.

También debe ir a la cárcel por su permanente, calumniosa e insultante campaña contra México y los mexicanos. El nuevo gobierno estadounidense no puede permitir que un crimen tan grave grave quede sin castigo.

Retó a la prensa y esta le respondió con investigaciones serias acera de su fortuna. Se descubrió, así, que durante años Trump no pagó impuestos. Delito que merece la cárcel.

Enfrentará otras denuncias, por fraude bancario, por obstrucción a la justicia, por deudas no pagadas. En fin, el señor Trump la pasará mal. Se lo merece. La humanidad entera celebra ya su caída.