San Antonio, Tx. (Otra vez…) A mí me gustan las casas donde no se oye ningún ruido. Vaya, ni mis pasos sobre el piso, no le hace que ande bien calzado. De esas que cuando te apoyas en una pared, el de al lado no escuche los latidos de tu corazón, ni el respiro de tus pulmones y menos el correr de la sangre por tus venas.

No como sucede en las de Estados Unidos, que -muy bonitas, eso sí- pero donde quien está al otro lado de la pared te bendice cada que estornudas o te manda una tarjetita con un guiño de felicitación al día siguiente de una de esas noches pasionales que la vida nos regala; o desliza bajo tu puerta el teléfono de un especialista en destapar gaznates si eres de esos que cada vez que te duermes haces que retiemble en sus centros la tierra, como dicen las estrofas del mexicano Bocanegra musicalizadas por Nunó, el español.

Les platico: Por azares del destino y de salud, he tenido que recetarme una dosis de efecto prolongado en las que un día fueron las tierras más bárbaras del norte de México, y la hospitalidad de quienes nos reciben da lugar a experiencias que suavizan o hacen menos estridentes mis vigilias nocturnas laborales, literarias, periodísticas y de otras índoles.

El sigilo con que me deslizo de la cama hacia donde aguardan mis instrumentos de trabajo -y de deleite, por qué no, porque acaso soy de esas contadas especies en vías de extinción que aún aman lo que hacen- cada vez se vuelve más aterciopelado y he tenido algunas veces que asegurarme de que en realidad me estoy moviendo, de tan poco ruido que hacen mis desplazamientos.

Sin embargo, las paredes son tan frágiles y los pisos tan chismosos, que por más esmero que pongo en mis movimientos, Camila siempre se me aparece para hacerme compañía con su mole inmensa de viejo pastor inglés.

Y aunque el contoneo de sus 50 kilos o más estremece los pisos y paredes por donde pasa, su andar a sus dueños no despierta -acostumbrados a escucharla- y sí el mío, a pesar de que no piso, sino que mis pies deslizo apenas cual si fuera gato con Adidas.

Camila -entonces- ha sido con su compañía de éstas últimas noches, testigo de mis andares al desahogar pendientes de oficina, donde a quienes de cariño llamo mis “estorbantes” -que no ayudantes- me repiten una y otra vez que no me apure, que las cosas andan mejor en la chamba cuando no estoy que cuando estoy y entonces les replico: “pues les voy a seguir tomando la palabra, cabrones, y ay de ustedes si me salen con que la abuela les parió mientras no estaba”.

Camila me acompaña adormilada en mis euforias disparadas con silenciador, cuando leo las arengas de unos cuantos que me piden “no le pares, túpeles, al fin y al cabo si te siguen jodiendo con insultos, acá te defendemos”; y pienso: “como si de las mentadas de madre no estuvieran ya pasándose algunos osados republicanos, a cosas peores que nunca antes se veían”.

En muchas de estas noches, el ronroneo de Camila -porque han de saber que es bilingüe pues hace ruidos de gato mientras duerme- le ha metido paz a mi silencio y por más dormida que haya estado, siempre tiene una reacción de amor canino cuando meso su pelambre gris con blanco.

A ella le he leído quedito algunas líneas que sin darme cuenta han brincado de la pantalla a mi boca para asegurarme de cómo suenan más allá del silencio natural de la lectura. Y he tomado en cuenta lo que dicta su mirada, tanto sea de aprobación como mesura, más nunca de censura.

Y si de noche tengo tan dichosa compañía, la mesa donde trabajo se ilumina más de día, cuando Eugenia se aparece para decirme que se va a casa de unos amigos y también a su regreso ella me avisa.

O al recibirme con su sonrisa adolescente apenas siente que llego o cuando diligente sin que se lo pida mueve su carro para que con el mío pueda yo salir de la cochera.

O cuando su mirada inteligente vuelve seria su carita y me interroga sobre esto o aquello que me animo a platicarle; y entonces, la frescura con que ella ve las cosas, adereza y oxigena de aires nuevos los temas que con el tiempo y el manejo tienden a volverse anquilosados.

Escucho su sonrisa cuando me escribe por Wattsapp su inconfundible “jajaja”, al celebrar mis ocurrencias o reírse ella misma de las suyas.

Ciertamente en estas casas ruidosas que los gringos por su gusto así construyen y donde por azares del destino ahora andamos, hay muchos que con su don de gente nuestros días aligeran y también las noches de cansancio y de tan trajeteados los desvelos. A todos ellos su presencia yo pondero, pero hoy, nomás de Eugenia y de Camila les platico.

CAJÓN DE SASTRE

Suelo decir a quienes quieren escucharme -o leerme- que nunca he tenido en realidad los años que cada julio 4 cumplo, porque esos al cumplirlos, no los tengo; ya se fueron. Los que en realidad sí tengo y de ellos me apodero, son los de la gente a quien me acerco o se me acerca y por eso busco adherirme al de la sonrisa rápida y alejarme también rápido del que pena compungido. Entonces, éstas noches he tenido los años de Camila y en el día, los de Eugenia, y como en ambas son bien pocos, me siento más que rejuvenecido, renacido…

placido.garza@gmail.com

PLÁCIDO GARZA. Nominado a los Premios 2019 “Maria Moors Cabot” de la Universidad de Columbia de NY; “Sociedad Interamericana de Prensa” y “Nacional de Periodismo”. Forma parte de los Consejos de Administración de varias corporaciones. Exporta información a empresas y gobiernos de varios países. Escribe para prensa y TV. Maestro de distinguidos comunicadores en el ITESM, la U-ERRE y universidades extranjeras. Como montañista ha conquistado las cumbres más altas de América.