“La escuela es de quien la trabaja”, dijimos en alguna ocasión, al hacer un homenaje al General Emiliano Zapata, y como expresión representativa de las voces críticas en torno a la escuela, percibida ésta “desde abajo”, como espacio social de cambio, no desde la alta burocracia, no desde las oficinas de gobierno, ni desde la negociación cupular. Pero, más allá de la metáfora de la “pedagogía zapatista”, la frase surge de la necesidad de girar la mirada... nace de la convicción de que son las maestras y los maestros y, junto con ellos, los directivos escolares, no la burocracia dorada, los que deciden, esencialmente, la orientación del cambio o del estancamiento educativo.

En la escuela se decide, en gran medida, el rumbo que habrán de seguir los procesos de aprendizaje (conocimientos, habilidades, actitudes y valores) y de constitución de los seres humanos (-porque la educación no se reduce sólo a los procesos de aprendizaje-), además de otros espacios sociales importantes que participan en esa reconfiguración humana y de reconversión de la subjetividad, como el hogar y el trabajo; y con los demás círculos sociales que, directa e indirectamente, participan de estos procesos humanos constructivos, a través de las formaciones sociales que tienen su propia dinámica, sus esquemas y sus lenguajes.

Por otra parte, se dice que la escuela es una de las instituciones más conservadoras de la sociedad, junto con otras instituciones sociales añejas como la iglesia, las instituciones de salud, los sistemas de administración de la justicia, y los ejércitos. Esta afirmación no es nueva, pues ha sido empleada y argumentada, extensa y profundamente, desde los años 60´s y 70´s del siglo pasado, como producto de las reflexiones de los círculos avanzados de la Sociología crítica de la Educación (con autores clásicos como Pierre Bourdieu, J. C. Passeron, Michael Apple o Henry Giroux, entre otros). En esa afirmación (“La Escuela es una institución conservadora”), sin embargo, con esta frase se expresa una paradoja debido a que la escuela, eventualmente, empuja hacia el cambio. Pero ¿Cuál es el sentido de ese cambio? Los pensadores funcionalistas o estructuralistas de “lo social” (como T. Parsons o E. Durkheim), en el pasado, por su parte, aseguraban que la educación, a través de la escuela, era una palanca formidable para asegurar el ascenso y la movilidad económica, cultural y social.

Hoy en día la dinámica fenomenológica del cambio educativo se da “desde abajo”, en las aulas, (a veces a pesar de las normas establecidas o de las leyes, que generalmente tienden a la regularización, a la “normalización” o a buscar la “estandarización” de las instituciones educativas), y quizá no se podría entender sin la participación en las decisiones que asumen los altos mandos gubernamentales, con el apoyo de consultores, especialistas universitarios y normalistas, o de agencias de planificación educativa. Es aquí donde se da una segunda paradoja: Las esferas legislativas, la clase política, los líderes empresariales y los tomadores de decisiones especializados lanzan, a diestra y siniestra, iniciativas de Reformas Educativas que terminan en el fracaso.

Eso también ha sido estudiado a profundidad. En “El papel de la cultura escolar en los procesos de reforma educativa”, Alejandro Tiana (1), profesor de la Universidad Complutense de Madrid, se pregunta: ¿Acaso las reformas educativas probadas desde hace tres décadas en diferentes partes del mundo, están pegadas con alfileres, o sea, están condenadas al fracaso? Adicionalmente, Tiana dice que “… un especialista de estos fenómenos, Sarason (2), se preguntaba: “¿Por qué tantos esfuerzos lograban tan magros resultados; por qué tantos proyectos bien intencionados de reforma no llegan a transformar la realidad escolar en la medida en que se esperaba? El núcleo de su reflexión giraba en torno a los obstáculos y las posibilidades reales de cambio en las escuelas.”. Sarason afirmaba que, a pesar de su obvia diversidad, las escuelas son sorprendentemente similares en lo que hace a su organización, el ambiente en que se desenvuelven y la lógica del aprendizaje que rige en ellas...”. Otros sociólogos, psicólogos sociales e historiadores de la educación, como Tyack y Cuban (3) ponen de manifiesto que “las escuelas presentan una llamativa serie de regularidades, tales como la organización de los alumnos en grupos de la misma edad, la división del conocimiento en materias separadas y las clases autosuficientes con un solo profesor en cada una de ellas, más allá de lo que disponga la cambiante normativa.”

No obstante, la transformación educativa (cambio, innovación, creatividad, autonomía), que llega a la mayor parte de la sociedad, -a contracorriente, frente a las tendencias regresivas y ante las adversidades burocráticas-, se da a través de la escuela pública, justo en la base misma del “sistema” educativo. Y ésta tiene lugar, como ya dijimos, en las aulas, en los laboratorios, en las salas de juntas donde sesionan los docentes, asesores y directivos escolares; en las reuniones con las familias (no sólo con los padres y las madres); en los patios de recreo, en las canchas deportivas y en los espacios cívicos, etc. Ahí es donde se generan los cambios, pero también los estancamientos, las regularidades, la “normalización”. De ahí la idea de que el “cambio educativo vive paradojas”: no todo en la educación escolarizada pública es progresista, porque existen resistencias sociales-culturales al cambio.

 Como se puede apreciar, la educación evoluciona o se transforma lentamente, porque forma parte de una sociedad que impone un ritmo; porque los procesos educativos siempre van de la mano de las tradiciones, las costumbres, los valores conservadores y los hábitos. Ante esta interpretación ¿En verdad al Estado y a la sociedad les interesa transformar el “sistema” educativo nacional en México? Considero que el cambio, a pesar de los políticos, de los y las legisladores, y más allá de los cabildeos que se produzcan en el Congreso, habrá de darse primero en la escuela, y eso no obliga a esperar a que los políticos, los legisladores, los funcionarios públicos o los técnicos que dirigen a las instituciones “autónomas”, hagan suya la agenda del cambio educativo, razón de ser de toda reforma educativa. Por lo tanto, el problema es otro: ¿Cómo y con qué instrumentos orientar el cambio? ¿Cuáles son los contenidos, los medios, las estrategias y los recursos más adecuados para impulsar el cambio “desde abajo” y de manera coordinada en lo local, en lo regional y en todo el país?

Las transformaciones políticas, legislativas o en la toma de decisiones institucionales (a nivel de las leyes o los programas diseñados a la manera de políticas públicas nacionales o locales), son importantes, sin duda, porque impactan a todos los elementos del “sistema”, sin embargo, cabe preguntar: ¿El cambio educativo podría lograrse sin la participación de la clase política, de los y las legisladores, de los dirigentes empresariales, o de la jerarquía eclesiástica y otros sectores interesados? ¿Ese movimiento hacia el cambio podría generarse, más allá de los sindicatos y las organizaciones de la sociedad civil, o se debe generar con la participación concurrente de todas esas instituciones sociales? Si sólo ahí están definidos los consensos para el cambio legislativo y programático de “lo educativo” (Programas Sectoriales o su equivalente en el Plan Nacional de Desarrollo), entonces la base del “sistema” habrá de esperar a que las cúpulas establezcan los consensos y los equilibrios políticos correspondientes.

Por todo ello, pienso que conviene retomar las ideas sugeridas por los estudiosos del “cambio educativo”, como Michael Fullan (4), quien ha señalado en sus libros que las reformas educativas “son frenadas por los actores escolares cuando éstas no sintonizan con sus intereses ni con sus necesidades.”. Habría que revisar entonces qué aporta a una sociedad una institución educativa fundamental, la escuela, que es generadora, por definición, del cambio, sin minimizar su carácter opositor al cambio.

Ahora bien, desde una perspectiva de derechos, cabe cuestionar: ¿La educación pública cumple con el precepto del derecho humano al lograr que los estudiantes respondan adecuadamente a los exámenes estandarizados? Pienso que las paradojas de la escuela como institución que cambia y que, a la vez, se resiste a cambiar, habrán de rediscutirse y, a partir de ahí, decidir qué tipo de cambio o de regularidad educativa es la que necesitan nuestros niños, niñas y jóvenes en las escuelas. ¿O dejaremos acaso que la escuela pública, día a día, se convierta, de manera pragmática, sólo en un “centro administrador de los aprendizajes”?

Fuentes consultadas:

(1) Alejandro Tiana. https://politikon.es/2016/07/06/ el-papel-de-la-cultura-escolar-en-los-procesos-de-reforma-educativa/

(2) Sarason, Seymour B. (2003). El predecible fracaso de la reforma educativa. Barcelona: Octaedro.

(3) David Tyack & Larry Cuban (1995). Tinkering toward Utopia. A Century of Public Schools Reform. Cambridge, Mass. & London: Harvard University Press.

(4) Fullan, Michael (2002). Las fuerzas del cambio. Explorando las profundidades de la reforma educativa. Akal Ediciones. Madrid.

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