Para Olga Sánchez Cordero

Basta ya de la intromisión del Estado sobre la individualidad y el cuerpo de las personas. Decretar el mercado libre de la marihuana y de todos los estupefacientes no solo es necesario, sino una reivindicación sobre la propiedad personal del cuerpo, único derecho natural existente y comprobable.

El Estado debe dejar de intervenir, tanto como autoridad prohibicionista, así como rector monopólico de la libertad personal:

La única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro propio bien a nuestra propia manera, en tanto que no intentemos privar de sus bienes a otros, o frenar sus esfuerzos para obtenerla. Cada cual es el mejor guardián de su propia salud, sea física, mental o espiritual. La especie humana ganará más en dejar a cada uno que viva como le guste más, que en obligarle a vivir como guste al resto de sus semejantes” John Stuart Mill

¿De donde dimana la soberanía del Estado para dictar reglas de comportamiento sobre el cuerpo humano?

Del poder político y solo del poder político, de una determinación ideológica que considera válida una ética que impone controles a la libertad corporal, en una moral que se impone bajo el argumento de la protección del cuerpo humano que no es más que la dación de un bien que se posee, pero no se rige, que se tiene, pero no se domina porque su diseño divino (en la mitología cristiana) otorga pertenencia al amigo imaginario de los creyentes sumisos.

La salud, de política pública para el desarrollo y la cohesión social, se transformó en moralina política que nos dice que beber, fumar, comer o imponer al cuerpo. Somos súbditos de la ideología de la idiotez que asume la responsabilidad de dictar reglas para que seamos sanos porque así lo manda el bien. La mota y la heroína son malas porque el código moral obliga a no ser adicto a nada, incluso a la razón.

Desde mediados del siglo XX, todos hemos sido sometidos a la esquizofrenia de un culto monoteísta que se transforma en el tiempo en moral internacional que conculca la dignidad y la libertad humanas, en virtud de un vivir correcto e impoluto a los ojos de los poderosos. Se nos dice con “dulzura” franciscana: recuerda que todo esto se hace por tu bien porque el amigo imaginario te ama y la vida es bella y maravillosa.  

Cuando la bondad cristiana se transforma en política pública, la libertad y la autodeterminación se anulan ante la ficción de una ideología para la que el bien existe por la programación de las conductas domesticadas; la imposición de comportamientos parte del control de los sentidos, sólo porque hace algunos siglos los imbéciles triunfaron sobre la inteligencia al golpe de la espada, el garrote, la picota y la mazmorra. El cuerpo se convirtió en tabú y su uso en permiso que con el paso del tiempo los Gobiernos sometieron al Código Penal y a los Tratados internacionales que juraron acabar con la droga en el mundo para siempre. Pero no sólo no la exterminaron, sino impulsaron su mercado, incrementaron el consumo y otorgaron a la violencia carta patente para joder a naciones enteras.

Así, por la puerta trasera el poder de los patibularios, en colusión con la corrupción oficial, se hizo presente para imponer el dominio territorial, tiránico y mercantil sobre una sociedad ingenua, sumisa, creyente y estúpida que ve transitar en su cotidianeidad a la barbarie de una guerra en la que los adversarios saben que no hay ganadores, porque lo que está en juego no es una medalla por la prosperidad y el bien, sino el mantenimiento de un discurso que insiste en imponerle a las personas qué pueden comprar lícitamente y qué no. Y todo, para el beneplácito del mercado negro de narcóticos, propiedad de los magnates del crimen a los que el populacho enajenado admira y canta historias que el Mío Cid envidiaría.

Por ello, me puedo embriagar hasta terminar excretado en la puerta de una piquera de barrio o intoxicar los pulmones hasta morir de cáncer (claro con el previo discurso hipócrita plasmado en la cajetilla de cigarros que me advierte que eso es veneno para ratas), pero jamás bajo el humor del payaso en la hilaridad malsana de la Mota o en el sueño profundo del opio, porque eso sí es pecaminoso, inmoral, malvado, insano y mal visto ante los ojos del amigo imaginario de los creyentes.

Y en este país, sometido por el voto de la mayoría al dominio de una nueva hegemonía política, que no sabe lo que hace, pero lo hace (Marx dixit.), se discute profundamente si se legaliza la Mota o no. Modelos vienen y van, y hasta se  propone una consulta, en el fanatismo vacuo de los amantes del pueblo bueno, para decidir qué diablos puedo o no puedo hacer con mi cuerpo. ¡Estúpidos, libre desarrollo de la personalidad estúpidos! Libertad absoluta sobre el cuerpo, porque este es lo mío, lo que soy, lo que tengo en derecho originario y evolutivo, un mono desnudo que al nacer reivindinqué la propiedad de todas y cada una de las células que me componen, para hacer de ellas lo que me venga en gana.