El escritor francés Víctor Hugo fue un genio indiscutible. Además era millonario: cobraba 70% por libro vendido. Simplemente con las regalías de Los Miserables se compró una mansión, una finca, un ejército de sirvientes y más lujos. Sus editores y distribuidores se repartían el resto: 30% y aun así no la pasaban mal.

Charles Dickens ganaba todavía más que Víctor Hugo. Recaudaba 80% de ganancias por libro vendido e igual que el francés, fue best seller mundial. Eso, sin contar con los ingresos de las lecturas dramatizadas de sus propias novelas, que lo llevo de gira por el mundo, concentrando multitudes.

En México, el escritor Federico Gamboa también se volvió millonario con otro best seller local: la novela Santa La filmaron poco después como película muda y luego como película hablada. Fueron éxitos arrolladores de taquilla. Agustín Lara compuso el soundtrack “Santa, se mi guía, en el triste calvario de vivir”.

Pues resulta que en vez de tristes calvarios, Lara se compró una mansión poca madre en Tlacotalpan (una de tantas propiedades suyas). Todo gracias a Gamboa, que era un porfirista con la gracia no de saber escribir (era muy malo), sino de saber hacer llorar a sus lectores: miles de pesos por cada lágrima.

Sin embargo, algo pasó después con la profesión de escritor. A los pobres autores comenzaron a pagarles sólo 10% de cada libro vendido. Y a veces ni eso. José Agustín recibió las burlas de su primer editor, Joaquín Mortiz, cuando pidió cinco mil pesos como anticipo para su novela De Perfil. Y vaya que José Agustín fue un garbanzo de a libra en el injusto mercado editorial. Pocos como él.

A los mecánicos no se les pide que sean altruistas, y no piensen en el cochino dinero. Tampoco a lo médicos, ni a los arquitectos. Pero a los escritores sí se les exige que trabajen por amor al arte. “¿Me vas a cobrar por publicarte en mi editorial? No la jodas. ¡Encima de que te hago el favor! Mejor vete a la UANL, ahí sí te publican cualquier pendejada” (lo cual es cierto).

Entonces se inventaron los premios literarios, las becas y los homenajes en Bellas Artes. Así comenzaron a pagarle a los escritores dizque consagrados (sin contar con la diplomacia en los buenos tiempos del PRI). En un país de 120 millones de habitantes, un novelista que vende 500 libros, a cambio de 5% de ganancia, ya debe darse por bien servido. Eso, sin contar con que le pagan un bono ensalzando su vapuleado ego con presentaciones de su nueva novela (seguramente histórica porque ya no escriben de otras) en un stand solitario de la chamuscada UANLeer.

Larguísimas colas de lectores se forman para que el Youtubero de moda firme ejemplares de su reciente libro sobre motivación personal y de “cómo triunfar en la búsqueda del triunfo”, pero el pobre novelista ya se siente la Divina Garza, porque un señor también de apellido Garza, que pasaba casualmente por ahí (o sea yo) le pide por lástima, o por pena ajena, que le dedique un ejemplar suyo, sin confesarle que fueron compañeros de primaria y nada más por eso se acercó al espécimen raro en que se ha convertido su ex compañero de pupitre.