No recuerdo cuándo llegó Diego Enrique Osorno —muy jovencito, todavía estudiante de comunicación o periodismo de la Universidad Autónoma de Nuevo León— a trabajar a El Diario de Monterrey. Tuvo que haber sido antes del nacimiento del periódico Milenio, en el año 2000.

Yo trabajaba en El Diario desde 1994. Un par de semanas después del asesinato de Luis Donaldo Colosio, el propietario de la empresa, Francisco González, me ofreció un cargo en El Diario, que años más tarde dio origen a Milenio.

Cuando Diego llegó yo era el director de El Diario, ya editábamos el semanario Milenio y preparábamos el lanzamiento del periódico del mismo nombre.

Recuerdo a Osorno como un joven muy trabajador, inquieto, competente y comprometido con el periodismo de investigación.

Por tales virtudes se le invitó a participar en el periódico capitalino de Pancho González que yo dirigía. Alguno de los directivos editoriales —Carlos Marín, Ciro Gómez Leyva, tal vez Raymundo Riva Palacio— aceptó que se le hiciera una oferta para dejar Monterrey y hacer una carrera en la ciudad de México.

No puedo olvidar una escena de celos de Francisco Garfias, hoy el columnista más leído Excélsior y uno de los mas importantes de México.

Garfias era el responsable de cubrir las actividades de los diputados y senadores y, para aligerarle la carga, se le encargó a Osorno colaborar en esa tarea.

Entiendo que rápidamente se hicieron amigos el viejo Garfias —pronto llegará a los 70 años de edad— y el joven Osorno —cerca de los 40. Pero de que hubo celos, los hubo. “El que no tiene celos no esta enamorado”, dijo San Agustín, y Pancho Garfias está muy enamorado de su oficio.

Diego Osorno es el productor del documental de moda en Netflix, sobre Luis Donaldo Colosio y el año 1994. Lo han criticado porque me entrevistó y porque, creo, aparezco “mucho” en la serie de cinco capítulos.

No tengo idea acerca de cuánto sea “mucho”, no he visto el documental ni lo veré: no me gusta verme en la tele por el exceso de papada que me caracteriza y que en la pantalla se transforma en algo francamente grotesco. ¿Vanidad? Pena más bien. Si hubiera tenido una vida más disciplinada, estaría en forma física y me encantaría aparecer en la TV. No es el caso.

Hace unos meses Diego me buscó. Me dijo que me quería entrevistar para un documental de Netflix. Nos pusimos de acuerdo y nos vimos en la casa que mi hija renta en la Ciudad de México desde que dejó Monterrey.

Lo menciono porque platicando ayer con Osorno acerca de las reacciones que ha generado el documental entre la gente que conozco, le dije que a mi hija le fascinó ver en la TV, detrás de mí, un cuadro que le regaló una amiga de ella, pintora. La artista está feliz porque su obra salió en la tele. Qué maravilla.

Esa es la reacción más positiva que puedo contar. Porque reacciones negativas, todas…

A algunas personas les molesta que yo haya aparecido en el documental de Diego y le preguntan a este hombre la razón de que me incluyera. Supongo que son dos los motivos: (i) estuve al lado de Colosio, muy cerca, como amigo —esto es, no como colaborador—, los últimos años de su vida y, también, el día que lo mataron; (ii) le caigo bien a Diego Osorno, que no estará agradecido por el sueldo, bajo, que yo autorizaba se le pagara en la empresa de Pancho González, pero tampoco está resentido por ningún trato indebido de mi parte. No hay más explicaciones.

Diego me ha enviado, divertido, tuits de gente que cuestiona mi participación en el documental. Le propuse una nueva edición y que borre todo lo que yo dije e incluya más rollos de Liébano Sáenz y otros que siempre son políticamente correctos.

Por cierto, me acordé de Liébano —que trabajó con Colosio y fue secretario particular del presidente Zedillo— después de que Osorno entrevistara a Alfonso Durazo, actual secretario de Seguridad, en la redacción de SDP Noticias. Durazo no tenía mucho tiempo y Diego no encontraba un lugar para entrevistarlo. Así que una oficina de SDP Noticias pareció una buena opción a ambas partes.

Cuando Durazo se fue, Diego me dijo que había visto una entrevista que Jacobo Zabludovsky me hizo para Televisa en marzo de 1995, días antes del primer aniversario del magnicidio. “Lo que le dijiste a Zabludovsky coincide bastante con lo que me dijiste a mí; la memoria no te traiciona tantos años después”.

Le respondí a Diego: “Siempre he contado lo mismo acerca de lo que vi y viví con Colosio”. Esto es, cuando toco el tema hablo de mis experiencias, mis vivencias, punto. No analizo a Colosio ni hago ciencia política. Simplemente recuerdo una parte de mi vida.

Por cierto, le aclaré a Diego que en cuanto terminó de transmitirse aquella entrevista de 1995 con Zabludovsky, me llamó Liébano Sáenz por teléfono ya cerca de las doce de la noche. No sé si lo hizo desde Los Pinos o ya en su casa. El hecho es que, bastante alterado, me reprochó que yo hubiese tocado el tema en Televisa en la misma forma en que lo hago en el documental de Netflix.

Según Liébano, el presidente Zedillo quedó muy molesto, hasta enojado por lo que expresé en la televisora, entonces dirigida por Emilio El Tigre Azcárraga y en la que tenía un puesto relevante el señor Alejandro Burillo —este hombre a quien aprecio y respeto, Burillo, fue el que me llamó para pedirme que le diera la entrevista a Zabludovsky… 

Qué pena que Zedillo —en general un buen presidente de México—, no haya honrado su compromiso de amistad con Luis Donaldo.

No entendí la molestia de Zedillo en marzo de 1995. La comprensión llegó después.

Cuando pasaron los años y el gobierno de Zedillo cerró el caso Colosio con la absurda tesis del asesino solitario pude entender plenamente su molestia: él no quería —por miedo personal, por razones de Estado que uno nunca entiende, por no provocar un problema mayor en el PRI— que se supiera la verdad.

Fue el único presidente que pudo haber resuelto el caso. Prefirió no hacerlo. Zedillo no cumplió con su amigo —Colosio decía que Zedillo era “mi mejor amigo”— asesinado en Lomas Taurinas. Él sabrá por qué.

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