La mayoría de la prensa se ha dado gusto llamando a la marcha del 11/11 como “la marcha Fifí”, pero los alcances de tal movilización, si se analiza sin prejuicios, van mucho más allá de las reivindicaciones clasistas de quienes quieren seguir viajando de shopping o de paseo a Houston, Nueva York o Las Vegas, porque centra el debate nacional en una preocupación genuina y válida (aunque por ahora sea sólo un sentimiento aparentemente minoritario) sobre el rumbo del país.

Yo soy una optimista y creo que Andrés Manuel López Obrador es un político genuinamente preocupado por los pobres, que no va a ayudar a los más desprotegidos a costa de destruir al país. Pero veo en su entorno, cada vez más posicionados, a radicales de la talla de John Ackerman o Epigmenio Ibarra, que (para usar un término utilizado por el presidente electo) se la pasan “cucando” al de Macuspana con expresiones que ya ni siquiera guardan la corrección política y significan clarísimos “no te dejes”, “tú eres grande”, “vas a estar en la historia al lado de Juárez” y otras más que al final, terminan embriagando de sentido de autocomplacencia y de poder incluso al Santo Papa.

Dicho en otras palabras: el presidente electo, lejos de serenarse, se la ha pasado brincando de tema en tema y en cada brinco, va sacudiendo las estructuras económicas y financieras del país de manera que a algunos les causa alarma con base a razonamientos que suenan lógicos si escuchamos a los expertos y no sólo a quienes van a entrar a gobernar el país el 1 de diciembre. El problema es que, por un lado, las voces radicales no dejan de hablarle y de tirar línea, mientras que por el otro, los políticos profesionales y los ciudadanos que votaron por López Obrador, guardan, guardamos silencio. Y por eso es que fui a la marcha de este domingo que, a mi gusto, debió llamarse #DespiertaMexico.

Claro que me gustó caminar a lado de hombres que huelen a Cartier o a Carolina Herrera; si eso me hace “fifí”, la verdad que es mucho mejor que ir en el Metrobus en hora pico, a buscar a mi gordo para ir a comer al J&G del hotel St. Regis. Además, descubrí algo: en el calorcito del otoño, tiene más fijación en mi piel el Neroli Portofino, mi fragancia preferida de la marca Tom Ford. Pero nimiedades aparte, la marcha, a mi gusto, es importante no porque hayan llegado señores y señoras de Las Lomas (que conste, sin chofer, luego los escuché dando instrucciones para que los recogieran en sus BMWs y Mercedes Benz en los alrededores del zócalo) sino porque rompió el silencio social que quieren mantener aquellos interesados en borrar la pluralidad y que México sea un país de unanimidades.

Yo estuve muy a gusto registrando las consignas. No son las que luego leí que escribió el reportero de La Jornada; se trataron de posiciones que incluso, de no ser el presidente que tomará posesión dentro de unos días, firmaría el mismísimo López Obrador: llamados a no dividir al país, a optar por el progreso, no por el retroceso, y a repudiar la corrupción. Pero sobre todo, fue un llamado a favor de que se respeten las leyes, las instituciones y las libertades de todos los mexicanos. No es que las veamos amenazadas, pero frente al radicalismo de quienes le piden a López Obrador “aplastar al mercado”, o quienes lanzan al infierno de las redes sociales a aquellos que se atreven a criticar al futuro gobierno, lo mejor siempre es prevenir.

A propósito de esto último, el tema de la libertad de expresión fue una de las principales motivaciones que tuvimos mi gordo y yo para caminar gustosos en medio de esa oleada de gente que olía bien. Dos días antes de la marcha, la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) organizó un debate en twitter sobre la preocupación, esa sí que yo tengo, de que estemos en el peor de los mundos, con un gobierno progresista, que llegó gracias a las instituciones y al sistema democrático y de libertades que tenemos, pero que de pronto salga con que no le gusta que se le hagan observaciones críticas.

Me refiero por supuesto a las reiteradas ocasiones en que nadie le dice a López Obrador (de los radicales, ni soñarlo) que un imperativo de cualquier estadista es respetar las opiniones y sobre todo el trabajo de los medios. Una y otra vez, Andrés Manuel ha reaccionado mal frente a señalamientos críticos, lo mismo en torno a la lujosa boda de su ex secretario privado, que por la portada de la revista Proceso donde se advierte el fenómeno de que nadie osa contradecirlo ni pedir serenidad a quienes se dedican sólo a enaltecerlo y a “darle cuerda”.

La pregunta que me hice y que registró la FNPI, a propósito de que hay quienes creen que Peña Nieto es “el malo” y López Obrador “el bueno” de la película social mexicana de estos tiempos, fue: ¿entonces sólo es válido criticar a “los malos”? ¿Ya que ganaron “los buenos” hay que callarnos y esperar?.

Creo que ese es el mensaje de la marcha del domingo: que no podemos cometer el error de guardar silencio y que es mejor plantear desde ahora nuestras preocupaciones. Si López Obrador es un demócrata (como creo que lo es) como diría don Federico Arreola, seguro que “aguantará vara”; y si tiene la inteligencia que algunos niegan reconocerle, sabrá que México sólo puede construirse escuchando y siendo sensible a todas las voces de la sociedad. Incluso a aquellas que por su raza habla no sólo su espíritu, sino más visiblemente, su fragancia.