He de confesar que, a una semana de la toma de protesta del nuevo gobierno, lo que ocurre en el país me tiene al borde de un ataque de nervios. Hace muy poco, yo pertenecía al grupo de personas (síganme los buenos, decía para mis adentros) resueltas a aportar nuestro granito de arena a fin de evitar que aumente el siempre peligroso clima de crispación social que vivimos como consecuencia de ese largo, muy largo empeño de algunos en dividirnos, de partirnos en dos, los mexicanos buenos y los mexicanos malos; como si la colorida realidad mexicana fuera una película en blanco y negro de Ismael Rodríguez o un chiste de Chespirito.

En cuanto lugar o espacio público podía, lo mismo de compras en el Palacio de los Palacios que en el Gym, en las salas de espera VIP de Aeroméxico, de Avianca o de British, y hasta en el Metrobus, cuando acompaño a mi gordo a su oficina para que me lleve a comer ramen de queso al Rokai, mi argumento era simple: la elección ya pasó, quienes pensábamos que lo mejor era mantener, haciéndole los ajustes necesarios, un modelo que con todo lo malo a su alrededor venía funcionando, fuimos avasallados por quienes votaron a favor de un cambio de régimen. Dejemos que esa mayoría haga los cambios que tiene pensados para México, y que sea para bien. Tómalo por el lado amable, repetía yo.

Mi discurso en ese círculo de señoras sudando la gota gorda en las bicicletas fijas o entre secretarias que sacan de sus bolsos un espejito para maquillarse en la complicidad de las sillas color rosa “solo para mujeres” de la ruta 7 del Metrobus, se fue desgastando más rápido que lo que tardaron las redes sociales en descubrir el plagio del logotipo que eligió Claudia Sheinbaum para su sexenio. Uno tras otro, comenzaron los titubeos, las contradicciones y las incongruencias. Y de ahí, no faltó mucho para llegar al sobresalto de los mercados, las llamadas de las amigas preocupadas por la cotización del dólar y por el crédito en la moneda norteamericana que sus maridos sacaron para pagar el tiempo compartido o el departamento en Vail o en Aspen. Bueno, pero no te enojes, les decía. Seguro fue sin querer queriendo. Chespirito otra vez.

Una primera conclusión de mi parte fue que el presidente electo estaba solo, que nadie se atrevía a darle información real que pudiera contradecirlo, y que lo agobiaba el peso no sólo de la transición, sino de la responsabilidad con sus electores, que recae (como la pesada losa que cargó El Pípila para hacer volar en pedazos la Alhóndiga de Granaditas) sobre sus hombros. Por ahí escuché voces que se sumaron a ese coro, llamando a Tatiana Clouthier y a otros personajes de esa estirpe a hacer más proactivos en el proceso de transición, pero la hija de Maquío en realidad fue la primera que marcó distancia con las primeras decisiones del gobierno electo, presionada por la familia, que siempre ha culpado a Manuel Bartlett de la muerte de su padre. El mismo Bartlett que en el sexenio de López Obrador dirigirá la Comisión Federal de Electricidad. Mis antenitas de vinil, como las de Tatiana, son de esas que detectan la presencia del enemigo. Lo sospeché desde un principio.

Hice todavía un intento más y para mi buena suerte, hallé en la filosofía popular profunda de Roberto Gómez Bolaños la justa explicación a la accidentada etapa de transición que a lo largo de todos estos meses vivimos los mexicanos: es que no le tienen paciencia, empecé a argumentar. Todavía más: aunque ya es una palabra en desuso incluso por los más chairos de los chairos, como Epigmenio Ibarra, llegué a otra conclusión con el humor que nos caracteriza a los mexicanos: tranquilas, la barriga es lo último que se pierde, señora Esperanza. A mis amigas gordas del gym no les cayó en gracia el chistecito y varias de ellas me han retirado el saludo. No importa.

El caso es que (chanfle, rechanfle y recontrachanfle) mis argumentos para explicar la incertidumbre que vivimos se han ido agotando, estamos a una semana de la toma de protesta, y las cosas no han cambiado como esperábamos quienes promovimos la idea de que le diéramos oportunidad al nuevo gobierno de hacer realidad sus proyectos. Ahora tengo dudas de que haya proyecto, o que el rumbo que se marca nos lleve a la meta que soñamos todos, un México con más justicia, con menos desigualdad y con mayores oportunidades para todos. Un hombre bien intencionado y honesto como el presidente electo, no puede gobernar sin equipo y a contrapelo de las instituciones. ¿En serio quiere que sus adversarios lo vean como un dictador que quita y pone, que manda y si se equivoca vuelve a mandar? Tampoco puede destruir al país sólo para ayudar a los más pobres, o a su base social. Pero como diría El Chavo del 8: un error lo comete cualquiera. 500 errores los comete cualquiera. Cuidado.

Me parece acertado que el próximo gobierno voltee hacia al sureste abandonado, pero me alarma que los proyectos personales como el tren se impongan sin escuchar a las poblaciones indígenas y los de otros simplemente se cancelen, como ocurrió con el aeropuerto de Texcoco. También me alarma que el presidente electo no dimensione la respuesta de los mercadores a sus anuncios, que los minimice o peor, que responda según las audiencias. Por ejemplo, cuando la aguerrida Carmen Aristegui le reclama sutilmente que quiera hacer un borrón y cuenta nueva con la corrupción, Andrés Manuel López Obrador se compromete a hacer una consulta para que la gente decida si se procede contra los expresidentes. Parece un mal chiste. Y en una democracia es válido el humor, lo que no tienen cabida son las ocurrencias.