A seis semanas del terremoto que cimbró a México el pasado mes de septiembre del año en curso, estamos por presenciar la celebración de una de las tradiciones más representativas de nuestro país; el día de muertos. Los orígenes de esta celebración datan desde la época de los indígenas en Mesoamérica, tales como: los Mayas, Purépechas, Nahuas, Totonacas o Aztecas, mucho antes de la Conquista y la consolidación de la Nueva España. Desde la época prehispánica, los rituales que tenían lugar en estas culturas celebraban la vida después de la muerte de sus ancestros.

Este culto a la muerte en nuestro país, como se puede apreciar, no es algo nuevo, ya que se practicaba desde la época precolombina. Un ejemplo de esto es el calendario mexica, ya que en él se puede observar que entre los 18 meses que forman al mismo, había por lo menos seis festejos dedicados a los difuntos. Posteriormente, los evangelizadores católicos de tiempos coloniales aceptaron de manera parcial las tradiciones de los antiguos pueblos mesoamericanos, complementándolas y alterándolas con algunas tradiciones europeas, para de esta manera poder implantar el catolicismo entre aquellos pueblos que pretendían colonizar.

Asimismo, el festival que se convirtió en el “Día de Muertos” cayó en el noveno mes del calendario solar azteca, cerca del inicio de agosto, siendo celebrado durante un mes completo. Las festividades eran presididas por la diosa Mictecacíhuatl, conocida también como la "Señora de las personas muertas" (actualmente corresponde a "la Catrina"). Las festividades eran dedicadas a la celebración de los niños y las vidas de parientes fallecidos.

De esta manera, cuando los conquistadores españoles llegaron a América en el siglo XV, no pudieron ocultar su asombro por las prácticas religiosas de los indígenas, y en un intento por “convertir” a los nativos americanos al catolicismo, aplazaron el festival hacia fechas en el inicio de noviembre para que coincidiesen con las festividades católicas del Día de todos los Santos y Todas las Almas. Es importante aclarar aquí que puse entrecomillas –convertir- por la cuestionable manera mediante la cual los españoles colonizadores llevaron a cabo tal cometido, ya que como es sabido, la violencia y la imposición fueron prácticas reproducidas durante siglos por parte de éstos hacia los indígenas de nuestro país. Desafortunadamente, por cuestiones de espacio y tiempo, es un tema que no se tocará en este breve artículo de opinión.

El Día de Todos los Santos es un día después del Halloween, originario de Estados Unidos. Este último fue también un ritual pagano de los nativos norteamericanos; el día céltico del banquete de los muertos, ya bastante modificado actualmente por la cultura consumista y globalizadora del país de la eterna aculturación. Pero cabe destacar que los españoles combinaron las costumbres europeas con las festividades mesoamericanas, creando de este modo el Día de Muertos que año con año celebramos.

Respecto a la reflexión que pretendo incentivar con mis palabras, si inicié este artículo de opinión con la mención de un evento catastrófico, no fue con la intención de recordar la adversidad que provocó y sigue provocando en gran parte de la sociedad mexicana, sino con la de empezar a forjar una incipiente memoria que haga recordarnos a nosotros como mexicanos la necesidad de forjarnos una verdadera cultura de la prevención y la exigencia social.

Por principio de cuentas, cuando hablo de una “cultura de la prevención”, es importante aclarar que no se trata de cambiar una cultura, sino más bien, la tarea primordial es educar para modificar la cultura existente. Con esto me refiero a la creación de conciencia por parte de los educandos, adoptando nuevas conductas, guiadas por una actitud de responsabilidad y respeto por la protección de la vida; tanto de la propia como de la ajena. La actitud colectiva de solidaridad sólo puede construirse mediante un largo proceso de socialización, en donde cada ser humano reciba el proceso cognitivo adecuado mediante la educación que, por obligación, el Estado debería de otorgar sin distinción alguna.  

Por otra parte, cuando hablo de una “cultura de la exigencia”, me refiero a la planificación y sostenimiento de demandas por parte de la sociedad hacia su propio gobierno. Dichas demandas deben de ser acordes a las problemáticas más sobresalientes de una sociedad. De esta forma, el recordatorio por parte de la sociedad civil hacia el Estado de sus demandas, obligará al mismo a darles cabida en la medida de lo posible, dentro de un intervalo de tiempo prudente.  

Para finalizar, debo confesar que la intención de sacar a flote acontecimientos de esta naturaleza que dejaron una huella dolorosa en el pasado, al menos para un servidor, es la de respetar y honrar la memoria de aquellos seres humanos que desafortunadamente ya no están con nosotros. ¡Y qué mejor que en el día de muertos! Con la sugerencia anteriormente mencionada, quizá usted está preguntándose: ¿De qué manera podemos honrar esas memorias? La respuesta es sencilla pero profunda.

En un mundo de catástrofe como en el que actualmente vivimos, la mejor manera de honrar a un difunto es mediante el aprovechamiento de nuestra existencia, o en otras palabras; el disfrute máximo de la vida. Suena sencillo y fácil de realizar, ¿Cierto? Pero ¿Cuántos de nosotros realmente lo hacemos día con día? He ahí la diferencia. Cuando se habla de vida, no únicamente debemos de concebirla como existencia, o sea, como la capacidad de nacer, crecer, metabolizar, responder a estímulos externos, reproducirse y morir, sino como al equilibrio que debe de existir en cada uno de los aspectos de la misma, que tiene como finalidad el alcance de un estado de bienestar y satisfacción revitalizante. Por eso viva, estimado lector, que a diferencia de aquellos difuntos que perdieron de manera trágica su vida debajo de los escombros, usted tiene la enorme fortuna de poder leer a un muy humilde servidor.

Gracias por su lectura.   

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*El autor es licenciado en Sociología por parte de la Universidad Autónoma Metropolitana.