Viajo por la autopista de Morelia a México: 330 kilómetros. Ningún retén militar. Ni autodefensas. Hay camionetas viejas, varadas a la orilla del camino. Vestigios del campo de guerra por el que circulo. Ningún hospital, ningún centro social. Casas de barro y techo de palma.

Michoacán y Morelia, por encima de Sinaloa, es la segunda región del planeta donde más se cultiva la goma de opio. La primera es Afganistán. Esta zona y la que colinda con los más de 3 mil kilómetros de frontera, en gran parte desértica, entre México y EUA, es fuente de peligro constante.

Pero Tijuana, Ciudad Juárez, Nuevo Laredo, Reynosa y Matamoros, a la par que Morelia y Chilpancingo, son las cuencas que en vez de ojos, tiene el diablo. La clave está en las carreteras, las oficiales y las clandestinas. Tijuana, que limita con San Diego, abre una arteria que es la interestatal 5; llega hasta Los Ángeles. Ciudad Juárez con El Paso, por la interestatal 25, que conecta con la 40. Matamoros, donde nace la ruta 77 que conecta con la interestatal 37, con destino final en Florida. Nuevo Laredo, donde inicia la vía para el transporte de droga por Eagle Fort, sobre la interestatal 35, que arriba a Dallas, centro de distribución de estupefacientes al Medio Oeste de EUA.

Me sobrepasa un camión torton, de redilas. Veo rancheros armados con Ak-47. Trailers sin anuncios en sus cajas, muchos sin placas. La droga se traslada principalmente por vehículos pesados. Un tránsito de carga que arroja 5 mil millones de dólares al año; carga que las aduanas norteamericanas no pueden (o no quieren) vigilar.

Cruzo Atlacomulco. Y al final del viaje, Santa Fe, centro financiero de la Ciudad de México, sobre los basureros de la Megalópolis, que me absorbe con sus fauces desdentadas, luces coloridas en vez de dientes y un hedor colándose por las salidas de la calefacción del coche. Ya alcancé la Ciudad de México, donde impera el narcotráfico y el pesimismo más justificado.

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