Me refiero en esta ocasión a ciertas cosas que están sucediendo en torno a esa fiebre global por echarse encima un cubo de agua helada llamada: Ice bucket challenge. A saber, esta ola actual en la redes surge espontáneamente con móviles altruistas diversos - según fines -, y luego se monta en ella la labor altruista enfocada a encontrar remedios a cierta enfermedad. No me interesa tanto esa fiebre del Ice bucket por sí misma, sino algunas reacciones emotivas que se vienen detonando con ella.

De pronto surgen por ahí quienes se escandalizan por aquello del derroche de agua que esto está implicando alrededor del mundo. Y no contentos con las expresiones de escándalo, pasan a los razonamientos mensurados al menos ordinalmente, a través de expresiones como:

- Mientras estos sujetos desperdician agua, millones de niños en África no tienen un vaso de agua con el cual apagar la sed.

Tomado así, como viene, sin más, en llano, el razonamiento aporta una prueba verificable que se antoja imbatible, incuestionable. No nos queda más que conceder y asentir con quien expresa las cosas de esta forma y concluir que los jubilosos participantes del Ice bucket son unos derrochadores insensibles. Sin embargo, los problemas empiezan a surgir cuando nos preguntamos en torno a la coherencia o consecuencia de quienes afirman estas cosas.

Le puedo asegurar que la enorme mayoría de seres humanos que contamos con agua a la mano generamos de manera conjunta un derroche de agua pasmoso con solo nuestros hábitos de consumo del día a día. ¿Tiene usted idea de cuántos cientos de millones de litros de agua se derrochan y contaminan en los procesos de producción de muchos de los bienes que consumimos habitualmente? ¿Tiene usted idea de la cantidad de agua que derrochamos al día por consumir más allá de lo que es útil para nuestra sobrevivencia? Los datos alarmantes sobre el creciente agotamiento del recurso agua son prueba evidente de esto, y nos muestran que en nuestros hábitos de consumo hemos ido mucho más allá de los límites que establece el propio sistema físico.  

Puedo asegurarle también que la enorme mayoría de los bienes de consumo implicados en este problema no son indispensables para que los seres humanos sobrevivan ni para que lleven una vida digna de ser vivida. En los más de los casos se trata de bienes que, siendo absolutamente prescindibles, se tornan en imprescindibles porque alimentan la vanidad de la persona. Y el caso es que ese factor vanity es su mayor impulso en el consumo por el efecto imitación.

Al final, el saldo es que la enorme mayoría de los seres humanos colaboramos directa o indirectamente con el derroche pasmoso de recursos - incluida el agua -  con nuestros hábitos de consumo. Sin embargo, no estamos dispuestos a reconocer esto o, en el mejor de los casos, lo aceptamos solo con picazones como un costo irrenunciable. No lo reconocemos porque perdemos de vista la conexión real de nuestros hábitos de consumo con el uso irracional de los recursos en nuestra tecnópolis. Lo asumimos como un costo irrenunciable porque no estamos dispuestos a renunciar a nuestra pasión por la vanidad, no porque sean imprescindibles. Pero el caso es que, en estas situaciones, ya la razón dejó de operar para dejar su lugar a las emociones. Para ilustrar o evocar esto, tome por caso concreto la técnica del fracking.

Ya está demostrado que el fracking es una vieja técnica de extracción de petróleo que es altamente derrochadora y contaminante con respecto a los las reservas de agua de una zona determinada, y cuyos efectos nocivos se cuantifican en escalas monumentales y a tasas exponenciales. Sin embargo, y pese a esta verdad verificada, sucede que muy pocas personas son las que se preocupan por este asunto al grado de levantar la voz ante las autoridades para tratar de impedirla. En contrario, la gran mayoría de las personas permanecen indiferentes ante esta amenaza que solo puede catalogarse como espeluznante. Y todo esto sucede porque muy pocas personas están dispuestas a sacrificar su egoísmo para privilegiar el uso racional del recurso, en tanto que la enorme mayoría está optando por sacrificar la racionalidad en aras de un sueño ingrato y quimérico que echa raíces en la retórica de la infaltable mitología política: alcanzar una chambita a futuro en alguna petrolera de renombre o en un changarro subsidiario de alguna de esas trasnacionales.

Es coherente aquella persona que razona y actúa en favor del uso racional de los recursos en todos los casos en que una actividad humana - incluida la propia - está implicando el uso de los mismos. Esto significa que la persona ha de razonar y actuar en favor el uso racional de los recursos con independencia de sus preferencias personales y, sobre todo, de su egoísmo.  Y para no verme pedante con cierto purismo en esto, digo que es coherente aquella persona que actúa de la forma antes señalada al menos en los casos donde los recursos puestos en juego son significativos.

Ahora bien, de todos esos que se han escandalizado con el derroche de agua en el asunto de Ice bucket, ¿cuántos cumplen la regla de conducta anterior? ¿Cuántos siguen la guía infalible de la razón para reducir al mínimo su consumo de agua y de los bienes manufacturados prescindibles que generan derroches pasmosos de agua? ¿Cuántos se han opuesto activamente a la técnica corrosiva llamada fracking?

Mire, le aseguro que en este caso estamos en riesgo de no poder encontrar ni a un solo justo en la gran tecnópolis.

Hay una gran incoherencia en eso de comportarse como un purista del conservacionismo a la hora de juzgar a los participantes en el asunto Ice bucket, pero actuar al mismo tiempo como un completo derrochador en la vida personal del día a día. En otras palabras, no se vale asumir la actitud pedante de llevar la racionalidad y el deber a sus más amplios sentidos y hasta las últimas consecuencias cuando juzgamos a los otros, pero relajar razón y deber a la hora de realizar nuestras elecciones y poner en acto nuestras conductas personales.

Por lo demás, debo decir que yo veo con simpatía el asunto del Ice bucket. Acepto que la razón me indica que se trata de un derroche de agua. Sin embargo, la exigencia de la coherencia no me permite poner un pie en el escándalo, sobre todo tomando en cuenta las exiguas cantidades de agua que se comprometen en favor de unas consecuencias previstas que guardan un espíritu altruista irreprochable y muy valioso.

Tal vez lo único razonablemente reprochable de este asunto es que, al paso de los días, se han ido montando a la ola personajes nefastos que han hecho mucho mal al mundo, y todo con el afán puesto en abonar en su legitimidad carismática y moral. Es el caso de México, por ejemplo. Revise la lista  y encontrará a varios sujetos que han reportado severos daños al país. Pero desgraciadamente se trata de un proceso espontáneo, no controlado, donde no hay reglas y árbitros que puedan evitar la filtración de gentes nocivas que empañan la buena virtud del proceso natural que ya está en marcha. Y con todo, y pese a esos sujetos, el proceso lleva buena virtud cuando juzgado por sus fines.

Sinceramente, creo que nunca se ha gastado tan poca agua con fines y resultados tan valiosos como en el Ice bucket.

Y eso es todo.

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