Sus ojos buscaban veracidad en las personas por mero hábito. Los sujetos, un tanto asustados, le decían que era María, la mujer con mirada de rayos X. Eso le gustaba, en especial la variable X, donde cabía el universo con todo y su infinitud. Cuando aceptó que había cometido un error en empezar la búsqueda de algo tan fijo como la verdad en algo tan cambiante como una persona, la obsesión se disipó y cayó sobre todos los demás aspectos de la vida diaria.

La verdad y sus consecuencias habían perdido distinción para María pero la habían llevado, con ayuda de cuestionamientos, a quien antes cuestionaba, a aquellos que vivían olas de cambio con elementos constantes que, por más que buscaba, preguntaba y experimentaba, no podía descifrar. Se sentía aparte de aquellos, remembraba su búsqueda por hechos y, como un golpe al pecho, recordaba a aquellos todos que usaban la verdad como si fuera una sirvienta que vive debajo de algo, siempre cubierta, esperando que le digan a dónde ir y a quién herir.

En cambio, ahora vivía y cuestionaba otro tipo de cosas. Por ejemplo, cuando Roberto besaba a María, le gustaba que pusiera sus manos en su cara. Su mano extendida, con los dedos separados sobre su mejilla, el dedo índice casi en la abertura que era su boca. Ella sentía como si él quisiera saborear su cara completa, no sólo sus labios. Cada vez que esto pasaba, ella se olvidaba de su cuerpo: su entera existencia se reducía a un estado de conciencia que sólo permitía la ponderación de una pregunta.

¿Por qué me emociona?

  Era un enigma que viajaba hacía la portada de su mundo interno cada vez que lo veía. No era él el dueño de su imaginación y curiosidad, sólo el recipiente; su altura, cadencia e ideas lo habían hecho candidato meses antes. A él no le importaba mucho la aparente indiferencia de su novia para todo lo demás que tenía que ver con su relación, Roberto pensaba que María era única: su curiosidad y tenacidad le daban cierto fuego en su mirar y resultaba muy atractivo para él, tanto así que la aparente distancia entre los dos no le molestaba en lo más mínimo. Él sabía muchas cosas de ella, ?datos? les llamaba, pero no sabía qué la motivaba: de dónde venía esa energía que la llevaba de día a día; qué la hacía buscar constantemente respuestas a preguntas cuya importancia, por más que compartiera, él jamás dimensionaría.

?Ha de ser bonito ?escribía María en su diario?, vivir sin cuestionar.

Pero no lo podía evitar. Al principio, cuando comenzó a darse cuenta de que no todo mundo hacía diariamente más preguntas que exhalaciones, aprendió que si quería mantener una vida en cordialidad con los demás, debía mantener, si bien en secreto no era posible, discreción. Problemas no veía con esto, se le hacía fácil quedarse con todos sus descubrimientos, la triste realidad era que nadie nunca preguntaba. Se le hacía tremendamente aburrida, esa falta de curiosidad de sus conocidos. No les importaban los hilos que eran aparentes para ella, esos que viajaban de un tema a otro a través de toda la red de personas que conocía.

Cierto día, una muy emocionada María, ayudó a su mamá a hacer las compras de la semana y se dio cuenta de por qué era así la mayoría de la gente. En el mercado, la señora Gloria estaba buscando los tomates y, esto sí que era raro, no los encontraba. Le preguntó a una señora que parecía trabajaba ahí. La señora, ofendida, le respondió a su mamá que ella también los buscaba y que no era empleada del mercado.

La señora Gloria se estremeció tanto con este encuentro que dejó su carrito a medio pasillo y le dijo a María que se tenían que ir.

?Pero, ¿por qué, mamá?

?¿No viste lo que pasó? Hice sentir mal a alguien. No quiero causarle más disgustos a esa señora. ¿Viste que traía un rosario en su muñeca? Ay, no. Que Dios me perdone, qué pena. No me gusta ofender a la gente.

?Pero, ¿y los tomates?