A cinco días de la entrega, ella seguía esperando algo que no podía verbalizar. Buscando el fin de  su suplicio, Teodora caminaba sin rumbo hasta donde las heridas de sus pies la dejaban. El silencio que percibía en medio del tumulto matutino del centro de la ciudad era lo único que la ayudaba a relajarse, y lo buscaba apenas se levantaba.

Resultó entonces que los preparativos cayeron en las manos de su muy hábil ?e histérica? madre, hija única del Teniente Ruiz. Con aquel carácter heredado, la Señora de Mina dejó cada rincón de la casa impecable; en menos de tres días, la casa estaba lista para ser entregada a sus nuevos dueños. Ya que esto no pasaría hasta el viernes, la familia se vio obligada a dormir su última noche en lo que había sido el comedor.

Teodora y su pequeña hermana, Leticia, compartían un catre de plástico muy incómodo. Sabiendo que quejarse sólo las llevaría a ser mandadas a dormir sin manta alguna al segundo piso, dejaron sus opiniones para otro día. Teodora llevaba días sin dormir, y decidió no pasar seis horas dando vueltas en el mísero catre. Su mamá se mostró indiferente hacía su resolución, y, apenas saliendo de la habitación, pudo haber jurado escucharla roncar.

Con sólo una lámpara de compañía, Teodora decidió buscar algo mejor. Cuidadosa y silenciosamente abrió la ventana del baño, dejando entrar la brisa de verano que tanto bochorno causaba. Ya en el patio, encontró las piedritas que necesitaba para despertar a su vecino favorito. Le tomó diez piedras, pero lo logró.

?Ya estaba dormido?dijo Daniel, sin rastro de molestia. Sacó su cajetilla, y le ofreció un cigarro a Teodora.

?Típico?respondió ella, encendiendo el cigarro gustosamente?.Ya nos vamos mañana.

?¿Ya estás mejor?

?Claro que no, lo extraño mucho.

?Llega en 54 días.

?Has de estar muy emocionado.

?Cállate.

Sólo se escuchaba el lento quemar del tabaco. ?Se va enojar porque no voy a estar.

?Sí, ¿qué harás?

?Nada. Estoy harta de pensar en él?Teodora lo miró a los ojos?. Me escribió una carta.

Sacó la misma, y se la dio. La carta estaba muy arrugada porque la había llevado a todas partes desde hace un mes. No fue difícil memorizarla, contaba de tres oraciones: ?No sé si te interese, pero llego en septiembre. La vida militar es un asco. No me arrepiento.? La cartita ni siquiera estaba firmada, pero no podía ser de alguien más.

?Tú sí te arrepientes, ¿verdad? Se te nota.

?¿Cómo no? Si nada de eso hubiera pasado, no me iría mañana y él seguiría aquí. Todo sería como siempre, estaríamos juntos. Sin nadie gritando, sin el bebé abandonado en quién sabe donde. Emilio es un imbécil.

?Eso sí.

?Quisiera no tener que irme.

?Tú y tus cosas. Claro que te quieres ir, ya no nos puedes ver así, bien, como antes.

?Eso sí.

Se quedaron los dos viéndose, sin hacer nada más. Las alarmas de los vecinos mañaneros empezaron a sonar, y ellos seguían igual. Las memorias de los últimos veinte años estaban todavía frescas en sus mentes. De travesuras a delitos habían pasado sin pensar dos veces. Hicieron miles de cosas, empezaron docenas de fuegos, siguiendo siempre igual para nunca recordar que el reloj los detendría.

?Ya es mañana, niña.

Los rayos del sol inundaron la cara de Teodora, y, por primera vez, le reglaron paz.