Es patético que los mexicanos ya estemos acostumbrados a enterarnos de obras públicas deficientemente diseñadas y pésimamente construidas, con un costo real muy superior al originalmente presupuestado y, lo que es peor, en algunos casos sin una evaluación social que demuestre que el retorno de la inversión será tal, que justifique su realización.

La biblioteca Vasconcelos, la estela de luz, la línea 12 del metro del DF, carreteras mal hechas a lo largo y ancho del país que deben ser prácticamente reconstruidas a pocos años de su construcción; proyectos faraónicos no prioritarios que acaban siendo “elefantes blancos” con poca utilidad para la ciudadanía o incluso sin terminar, son solo algunos ejemplos del desastroso estado en que se encuentra el sector de obras públicas en  México. Todo ello en medio de reformas fiscales que exprimen aún más al ciudadano para que el gobierno obtenga más recursos y una nula transparencia, rendición de cuentas y castigo para los responsables.

La inversión pública en infraestructura debería ser un detonante de la actividad económica debido a su positivo efecto multiplicador, pero si las autoridades encargadas de licitar, supervisar y recibir obras de infraestructura son corruptas, incompetentes o de plano diletantes de la política y de la administración pública, los resultados serán un fiasco para la sociedad.

 A pesar de que supuestamente el gobierno federal y los gobiernos estatales y municipales ya deben operar bajo un esquema de gestión pública por resultados, éstos continúan siendo muy magros, lo que se refleja en las ínfimas tasas de crecimiento  económico que conlleva a que los niveles de pobreza sigan incrementándose año con año.  En este desolador escenario, urge activar un auténtico sistema de rendición de cuentas que luche contra la corrupción y la incompetencia de los funcionarios responsables de obras públicas mal ejecutadas o cuyo costo despierte sospechas del pago de diezmos o “moches”, para lo cual es imprescindible crear la Comisión Nacional Anticorrupción; otorgarle más facultades y “dientes” a la Auditoría Superior de la Federación; instrumentar la autonomía constitucional del Ministerio Público,  que el Congreso de la Unión  cumpla mejor su función de contrapeso y control del Ejecutivo; y que el Poder Judicial imponga penas ejemplares a los funcionarios corruptos, sin excepción alguna.

A nivel estatal y municipal urge permitir la plena y real autonomía de los órganos superiores de fiscalización y del ministerio público, así como establecer mecanismos administrativos más eficaces de supervisión de la calidad de las obras públicas, además de incentivar la participación ciudadana a través de contralorías sociales.

En un año que no se pronostica muy alentador para la situación económica de las familias mexicanas, lo menos que pueden hacer los tres órdenes de gobierno es gastar bien y de manera eficiente los recursos que extraen de los mexicanos vía impuestos, en programas, proyectos, obras y servicios público con la debida planificación y ejecución que alienten la creación de empleos y la actividad productiva, para lo cual no existe otra receta que una buena administración pública basada en un cuerpo de funcionarios meritocrático y un sólido sistema de transparencia y rendición de cuentas.