La palma de su mano era un cuadrado casi perfecto, firme y suave, adornado de aquellos dedos largos y diestros. Solía tocar por las noches, sin acompañantes, en un bar cercano a su casa. Llegaba de su trabajo, el que ofrecía un sueldo y nada de magia, a su gran caja de sonidos: el piano.  Muchas noches había quien lo escuchara jugar, pero los lunes, jamás.

La soledad del primer día de la semana no era nada nuevo para él, hasta en la empresa donde trabajaba por las mañana se sentía. Todos se presentaban, claro, limpios, trajeados; pero en sus ojos él podía ver que, aunque sus cuerpos estuvieran en los cubículos predeterminados, las mentes seguían vagando en el fin de semana.

La semana seguía, y Jacobo podía ver que el disfrute de sus compañeros hacia el  trabajo obligado por dinero, situación o compromiso, crecía. Las bromas se volvían más ruidosas, los descansos más prolongados y el trabajo se hacía más rápido. El bar, de igual manera, se llenaba cada noche un poquito más, pero a eso no le daba importancia. La presencia de espectadores en su set no era importante,  sin gente o con, los sonidos eran los mismos: los del piano y del establecimiento. Las notas eran igual que ayer, los hielos derritiéndose en los vasos, las risas forzadas, y, de vez en cuando, un llanto histérico.

A la hora de tocar su música, a Jacobo le tenía sin cuidado el día de la semana, el clima y el precio del petróleo. En su mente no había escenarios, no era un piano de media cola y a la gente era indiferente. Era sólo él con sus memorias y con todas las posibilidades que el piano le ofrecía.

Una noche cualquiera, su percepción fue alterada. Él tocaba como siempre, pero algo no estaba bien. Decidió cambiar a la pieza más sencilla que se sabía para poder concentrarse en encontrar la fuente del cambio en su tan calmado día. No era el ruido, aunque era alto; las luces no lo dejaban ver mucho, así que usó su último recurso: su nariz. Ahí encontró a la culpable, detrás de los cigarros y del perfume de la dueña, detectó una fragancia más suave, pero muy persistente. No podía verla a ella, pero sabía que estaba ahí.  

Y así, de un de repente, su mente se fue al verano donde conoció ese olor que penetró su piel, su mente y su música. Estuvieron acompañados del calor que los siguió del Cerro de la Silla hasta las Barrancas del Cobre, y que acabó por sofocar lo que había sido una bonita relación. Son esas cosas las que intentaba noche tras noche, nota por nota, de olvidar.

Hilda sabe que estoy aquí, me está oyendo tocar. El pánico lo invadió por completo, no quería verla, pero no podía dejar de buscarla. Siguió tocando pero sus ojos empezaron a acostumbrarse a la luz, y la buscó, frenéticamente, desde su banco por todo el lugar. La canción cambió por completo cuando la encontró. Ahí estaba ella, después de años, sentada sola en la barra, viéndolo a él. Sonriéndole a él.

Dejó su piano sin terminar su canción. La gente, al verlo pararse, le aplaudió. Él saludó rápida y estúpidamente, tenía que ir con Hilda. Sus palmas tan perfectas estaban ahora llenas de sudor, se sentían torpes en sus brazos.

?No sabía que estabas en la ciudad.

?No pensé que te pudieras mover tan rápido?le sonrió Hilda?. ¿Por qué dejaste de tocar? Me gusta esa canción.

Jacobo no sabía qué contestar. ?No quería que te fueras sin verme.? No, es muy tonto. ?Quería cerciorarme de que fueras tú, reconocí tu perfume?. ¿Quién carajos dice cerciorar?

?Era hora de mi descanso?, dijo finalmente.

?¿Todavía crees que me puedes mentir?

Hilda aprovechó el  momento para mostrar su mano izquierda, misma que estaba adornada de un par de anillos. Uno era extremadamente grande. Jacobo se quedó pasmado, sonriendo. ?Ya me voy a casar, Jaque.   Quedamos de venir a ver el lugar para la recepción, pero creo que se le hizo tarde.

?Sí, un poco. A mi también, ¿verdad?

Regresó a su pequeño banco cabizbajo. Hacía mucho que no se veían, pero él jamás pensó que así sería su reencuentro. Determinado a olvidar, a dejar a Hilda con su vida muy aparte de la suya, tocó la música que sólo los derrotados saben apreciar.

 

Les escribe el jueves,

CARO.