Ni siquiera antes de que murieran sus padres fue un niño normal. Tenía un extraño hábito de quedarse parado frente a un muro cualquiera sin moverse. Amado podía durar horas entretenido en esta acción, hasta que su madre llegaba a intentar persuadirlo a que comiera. Tampoco era cosa fácil. 

Cuando le avisaron del accidente, él no lloró. Una prima lo llevó al hospital cuando parecía que su padre sí podía sobrevivir las múltiples cirugías, y Amado se sentó afuera de la habitación de su papá con mucha calma y en un silencio impresionante, todo para esperar el resultado del trabajo de los doctores.

Parecía que todas las lágrimas familiares eran propiedad exclusiva de la abuela Gilda, ella empezó a derramarlas apasionadamente desde la primera misa dedicada a la vida de su recién fallecido hijo. La cosa no mejoró cuando se enteró de que la custodia de Amado era suya. Se quejaba y lloriqueaba con quien se sentara con ella por más de un instante. La gente era muy paciente con la abuela porque ya era grande de edad, aunque la viejecilla era muy chiquita de estatura y muy poco simpática. Se la pasaba todo el día subiendo y bajando las escaleras, pues según ella, su madre le había confesado que este era el secreto para un larga vida, y Doña Gilda, como todo el mundo le llamaba cuando vivía, había llegado a los 134 años de edad. 

Amado absorbió esa y muchas otras rutinas de la abuela Gilda. Su vida había cambiado por completo. Las tardes de contemplación estáticas se habían ido con sus padres y, ante la insistencia de muchos, se empezó a entrenar con el tío Juan. Amado aprendió a hacer muchas cosas con sus manos bajo su tutela: figurines de madera y vidrio, sin mencionar todas las composturas necesarias para mantener una casa. El trabajo no le pareció nada interesante, entonces se dio a la tarea de encontrar otra manera de ganar dinero.

En la escuela nunca le había ido bien por su falta de interés en los temas de estudio y en sus compañeros, así que tuvo que empezar de cero. Pasó toda una semana visitando cuanta oficina se topaba, y al final decidió dedicarse a manejar trailers. Mientras la abuela Gilda daba su paseo matutino por la avenida, Amado fue a sacar su licencia. Él regresó dos años después. 

El día del retorno se quedó esperando afuera de la casa tres horas. No estuvo parado nada más, viendo la puerta como solía hacer: la tocó con fuerza, pero no había quién le abriera. Cuando llegó el tío Juan, apenas y lo reconoció, lo abrazó con cariño y lo invitó a ir a misa. Resultó que ahí también estaba la abuela Gilda, quien al verlo, empezó a llorar. Decía que era un milagro hecho por su propio hijo, que en paz descanse. Ella los convenció de pasar al panteón a dejarle flores y darle las gracias por el feliz suceso que les había regalado. 

Amado caminó el trayecto en silencio, como acostumbraba. Al principio, sí, todos le hacían preguntas, pero al ver que el joven no había cambiado nada, desistieron en sus intentos de conversación, y se dedicaron a contarle cosas a él. En los dos años que habían transcurrido, nada de importancia había pasado. Los casados seguían siendo casados, los negocios ganaban dinero y Amado escuchaba como siempre, con su mente absorbente como esponja, pero rígida y hermética como un cubo de cemento. 

Al estar de frente a la tumba de sus padres, una sensación lo inundó. Él no sabía qué era o cómo se quitaba, mucho menos la podía nombrar, pero era tan sólida como la lápida de su madre. En esa misma se sentó para recuperar el aliento, pero quél cálido y constante aliado nunca regresó. Amado murió ahí y la abuela Gilda volvió a llorar con fervor. Le echó la culpa al hijo que venían a visitar al panteón, lo llamó egoísta y mcuhas otras cosas más mientras llegaban los paramédicos y curiosos. En la noche, ya más calmada, cayó en cuenta de algo: por primera vez en dos años, ella sabía dónde estaban cada uno de sus familiares. El dato la reconfortó lo suficiente como para descansar. 

 

Nos vemos el próximo jueves para otra lectura cigarrera.