Dunia Ludlow Deloya[1]

 No debemos tolerar ni acostumbrarnos a la corrupción. Una de las deficiencias más notables de nuestra cultura política es la complacencia con la ilegalidad. Esto obedece a que en los márgenes del diseño institucional funcionan incentivos perversos, por los cuales es más redituable infringir la ley que respetarla. Al mismo tiempo el sistema legal fracasa en tanto que no ofrece mecanismos efectivos para prevenir y castigar estos delitos.

En materia de corrupción vivimos una auténtica emergencia nacional; muy similar a la experimentada en materia de delincuencia. De acuerdo con el Índice de la Paz Global, elaborado por el Instituto Para la Economía y la Paz ?un centro de análisis y discusión internacional? el costo de la violencia en México, durante 2014, fue de 172 mil millones de dólares, equivalente a 9.4% del PIB. En tanto, según estimaciones del Banco Mundial y del Centro de Estudios Económicos del Sector Privado, el costo de la corrupción se encuentra entre el 9 y 10% del PIB.

En la opinión pública el combate a la inseguridad se ha mantenido durante lustros como tema prioritario para la mayoría de las y los mexicanos; el combate a la corrupción ya alcanza ese mismo nivel exigencia. Ante ello, el andamiaje institucional mexicano se encuentra en un intenso proceso de transformación.

Actualmente los legisladores de las entidades federativas tenemos el mandato constitucional de actualizar las leyes locales principalmente con dos grandes instrumentos. Primero, con la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública, con la cual el anterior IFAI se transformó en INAI y los 32 órganos locales adquirieron autonomía constitucional. Y segundo, con la reforma constitucional impulsada por nuestro presidente Enrique Peña Nieto, que creó las bases del nuevo Sistema Nacional Anticorrupción.

Vistas bien las cosas, la debilidad institucional es una cara de la corrupción; la segunda son las decisiones individuales de quienes deciden participar en estas cadenas de beneficios ilegales. Es un asunto de leyes, pero también de ética. El marco jurídico es un instrumento privilegiado para impulsar la transformación y conducción de la sociedad. Pero también necesitamos acciones afirmativas y propositivas del Estado para generar una nueva cultura cívica.

Por ello, el pasado 20 de octubre propuse y logré la aprobación de un acuerdo para elaborar un Código de Ética y Prácticas Parlamentarias, así como un grupo plural que le dé seguimiento en la Asamblea Legislativa del DF. El objetivo es tener un compromiso claro y explícito a favor de la legalidad, la transparencia, del debate incluyente y respetuoso, que haga valer el derecho de las minorías y otorgue mayor legitimidad a las decisiones de las mayorías.

Un código de ética no sustituye a la política, pero sí establece un parámetro de lo que queremos ser como institución y por lo tanto de cómo queremos ser percibidos en la opinión pública. Con ello podemos incrementar la confianza y credibilidad de los ciudadanos, cuyo déficit expresa la llamada crisis de la representación democrática.

En muchos congresos del mundo ya existen códigos de ética. El pasado 13 de octubre la Cámara de Diputados aprobó, a propuesta de Carolina Monroy, secretaria general del CEN del PRI, establecer un comité encargado de crear un documento de este tipo.

Con instrumentos como estos podemos pasar de las palabras a los hechos. Legislar y hacerlo bien: con un marco jurídico que regula nuestras facultades, compromisos y obligaciones; y con un código que guíe nuestra conducta y decisiones personales a favor de valores como la honestidad, la prudencia, la justicia y la templanza.

[1] Dunia Ludlow es Diputada en la Asamblea Legislativa del DF. Es Maestra en Gobierno y Administración Pública por la Universidad Complutense de Madrid, España.