Todavía en el siglo pasado los intelectuales servían para algo. Interpretaban la realidad sacudiendo el dogma de los pliegues del discurso. Ponían en su lugar los excesos de las ideologías. Defendían causas consideradas perdidas. Se enfrentaban a la censura en un afán por debatir los asuntos de interés público. Rehuían a lo políticamente correcto y no caían en las trampas de la objetividad. Combatían al poder y sus abusos.

Pero el intelectual en el siglo XXI se ha convertido en un ser inservible. Ha perdido su peligrosidad para el statu quo y ha convertido su palabra en un discurso técnico y simplón carente de agallas para combatir en la arena pública. Su discurso es predecible, timorato.

La filosofía ya no produce intelectuales comprometidos con las causas sociales. El filósofo contemporáneo se refugia en la abstracción. Contempla el mundo y sus problemas y los reduce a axiomas filosóficos sin utilidad práctica.

La poesía ya no es peligrosa para el poder y por lo tanto ya no produce intelectuales. Los poetas se han convertido en técnicos y puristas de la palabra y en el peor de los casos en ocurrentes sin sustancia.

El novelista ya no combate en sus historias a los poderosos. La literatura no es un asunto de barandilla, cuenta historias y nada más, dicen los escritores de novelas. Las ideas que combaten las verdades absolutas ya no tienen cabida en los novelistas.

El periodismo por su parte sufre de disfunción intelectual. Si en algún momento el periodismo produjo intelectuales desde hace algún tiempo ya no hay esperanza.

Ahora el debate público está en manos de técnicos con posgrados en ciencias sociales que han asaltado los medios de comunicación. Pero la realidad desdibuja su trabajo. No hay ideas en lo que dicen. El análisis es superficial y reduccionista. Carecen de originalidad en sus planteamientos y se han convertido en figuras mediáticas sin contenido.

Edward Said describió con frases certeras a esta especie en peligro de extinción. Dijo que el intelectual era un ?francotirador? y un ?perturbador del status quo?. Dijo que su trabajo consistía en ?romper los estereotipos y las categorías reduccionistas que limitan el pensamiento y la comunicación?. El intelectual se desdibuja cuando guarda silencio, ?oportunista y cauteloso?, dijo Said de esta especie de hombres sin dueño, rebeldes e ilustrados.

Los tiempos modernos ?una frase muy del siglo XX-, requieren de explicación en tiempo real. La utilidad de los destructores de dogmas se ha vuelto tan indispensable como el de aquellos que combaten el nihilismo moderno. Ante la retirada del intelectual, las élites caprichosas y poderosas mantienen a raya a un pueblo cada vez más empobrecido, confundido y dividido.

Los emisarios del poder piden diálogo a los que han tenido las agallas para alzar la voz en la calle, pero rehúyen el debate por violento, por contestatario. Debatir es peligroso para las élites porque la comunicación es efectiva. El diálogo se acomoda más a las nuevas formas del ejercicio del poder, la comunicación bajo reglas establecidas de orden y cortesía. En el diálogo no importa la respuesta del otro -por lo menos en la forma de diálogo que plantea el poder-, sino la manifestación, el reclamo que permite atemperar los ánimos. El fracaso del diálogo justifica la represión o el linchamiento mediático mientras el debate desnuda las intenciones de los actores en disputa.

Y eso es precisamente lo que aportaban los intelectuales: debate. El uso de la palabra como arma para confrontar el discurso ambiguo y tramposo del poder.