La Ciudad de México cuenta con un poco más de 9 millones de habitantes, y en ella transitan alrededor de 3.5 millones de vehículos, de los cuales 2.7 corresponden al transporte público.

A la luz de estas cifras podemos confirmar una realidad cotidiana, y es que quienes habitamos o hemos transitado por esta ciudad, podemos estar de acuerdo  en que uno de los principales problemas a los que nos enfrentamos diariamente es al tráfico y a la dificultad para transportarnos.

Así, ir de un lugar a otro no representa un simple viaje para los capitalinos, sino todo un proceso de planeación, tiempo y mucha paciencia. En promedio, gastamos cerca de 3 horas al día en el tráfico; pero no sólo eso, aproximadamente el 50% de la emisión de gases de efecto invernadero proviene de los vehículos, lo cual se hace evidente en la capa de smog que nos cubre casi a diario.

Debido a esta problemática, el Gobierno de la Ciudad transformó, en febrero de este 2014, a la Secretaría de Transportes y Vialidad (SETRAVI) en Secretaría de Movilidad (SEMOVI). El argumento fue un cambio de paradigma que consideraría nuevas formas de transporte, más enfocadas al peatón y al mejoramiento de la ciudad que al parque vehicular.

En teoría la propuesta era maravillosa: Una ciudad moderna y ecológica, con bicicletas como un medio más de transporte, tanto público (vía Ecobici) como privado; peatones disfrutando de la ciudad sin temor a cruzar las calles, tránsito menos pesado, vehículos más restringidos y metro y metrobús como opciones preferentes.

¿Y qué pasó entonces? La realidad es que ha habido una mala ejecución como resultado de una falta de planeación. Esto se traduce en que la ciudad sigue siendo un caos vial, andar en bicicleta es sinónimo de arriesgar la vida y entrar al transporte público en horas pico requiere de habilidad, maña, fuerza o resignación para obtener, en muchos casos, algún golpe o agresión.

Ahora bien, tras reformar el programa ?Hoy No Circula? para restringir la circulación sabatina de autos con más de 8 años de antigüedad a dos sábados al mes y prohibirla totalmente a aquellos con más de 15 años, no sólo ha perjudicado a familias que utilizaban su automóvil durante los fines de semana, sino también a los comerciantes, quienes al no cumplir con los requisitos establecidos para poder circular, han visto afectada seriamente su economía.

Al respecto, investigadores y analistas han señalado la gran falla del plan en diversas ocasiones: impedir el uso del auto propio para transportarse sólo genera que la gente busque otros medios, que, en la ciudad, son igual o más contaminantes, como los microbuses, por ejemplo.

Por lo anterior, podemos percatarnos de que el impulso a las formas limpias de transporte ha quedado prácticamente relegado: las ciclovías están descuidadas y son constantemente invadidas, además de insuficientes, pues están concentradas en la zona centro-poniente de la capital; los pasos peatonales siguen en pésimo estado y los programas para compartir vehículos o impulsar el uso de transportes colectivos son ineficientes.

Y por si eso fuera poco, al descontento general se le puede sumar todavía algo más: el cambio de cromáticas en el transporte público. A partir de este año los camiones de pasajeros y vagonetas deberán ser de color blanco y morado, en sustitución del verde anterior. Los taxis, por su parte, tendrán que portar calcomanías rosa y blanco.

¿La explicación? Eliminar cualquier tipo de relación partidista y crearle a la capital del país una identidad propia. ¿El problema? Cada concesionario deberá pagar entre $6,000 y $8,000 pesos para el cambio, al cual han calificado no pocos como banal, caro e innecesario.

Ante este panorama, bien vale la pena preguntarnos: ¿Hacia dónde vamos en materia de transporte en nuestra ciudad? Como se ha referido, los beneficios ambientales bajo los cuales se argumentan las medidas no son tangibles; las mejoras a servicios urbanos y el impulso a programas de movilidad limpia fueron tristemente relegados, y las afectaciones económicas a comerciantes y concesionarios de taxis y autobuses de pasajeros son altas.

En términos generales, considero que generar identidad en una ciudad depende mucho más que de colores y calcomanías, restricciones e incremento de cuotas. La creación de una ?marca ciudad? debe ser un proceso integral que abarque no sólo imagen, sino valores, cultura, deportes, empresas, actividades, instituciones, programas y gobierno en conjunto.

Una política pública que carece de objetivos específicos difícilmente va a llegar a su objetivo general, como lo he comentado a lo largo de este artículo; por lo que mejorar la forma en que nos trasportamos en esta capital es algo por lo que bien vale la pena luchar; pero el hacerlo requerirá de mucho más que de decisiones tomadas al azar.

Sin duda, entendemos que algunos cambios o modificaciones están afectando más de lo que benefician a la población. Los comerciantes y transportistas que se han visto perjudicados por estas medidas no pueden ni deben ser un sacrificio válido para mejorar una imagen, así como el automóvil no debe ser visto como un objeto de lujo, sino como un medio de transporte.

Aquellos que también disfrutamos de andar en bicicleta o simplemente caminando, no necesitamos grandes estrategias, sino garantías y seguridad. Por eso es que me parece muy importante establecer como una necesidad prioritaria: mejorar el transporte en la ciudad sin afectar a la sociedad.

*Dunia Ludlow se desempeña como Secretaria General en el Instituto de Capacitación y Desarrollo Político (ICADEP) A.C., del PRI. Es Maestra en Gobierno y Administración Pública por la Universidad Complutense de Madrid, España.