Es sorprendente que desayunemos día a día con noticias de casos espeluznantes, terribles, en que la violencia está generalizada (más que violencia ?doméstica? se trata de violencia ?salvaje? y más que violencia de ?género? es violencia del ?género tonto? porque jamás los titulares fueron tan expresivos de que algo extraño sucede en una sociedad).

Cabe recordar la noticia que nos sobrecogió respecto a los padres de familia que bloquearon una avenida para exigir que se diera de baja a un pequeño escolapio por cometer acosos escolar, el tan llamado y traído ?bullyng?, de forma excesiva contra sus compañeros y hasta en contra de los profesores del plantel.

Este fenómeno no es nuevo, cuando éramos pequeños también existían los niños que sometían a sus compañeros a acoso, aunque quizá no tan extremo como se presenta en la actualidad, en donde los excesos son verdaderamente inverosímiles.

La escuela debería de ser un lugar para descubrir el mundo, para preparar a los estudiantes a competir sin desventajas en un mundo en constante cambio. Es ahí, en la escuela, donde los niños se pueden asomar a una civilidad que en muchos casos desconocen. Pero es en las aulas donde se presentan las mayores agresiones y los alumnos viven en condiciones que casi son las que se presentan en los centros de reclusión. ¿Por qué se están presentando estos comportamientos? ¿Por el ejemplo recibido en casa? En parte. ¿Por la crudeza de los contenidos a los que tienen acceso a través de los medios masivos de comunicación y la internet? Probablemente. Videojuegos, música, todo puede ser considerado como causa del problema, si no nos damos cuenta de que la crueldad, la falta de sensibilidad, la irresponsabilidad total y la falta de respeto a los demás que se aprende, día con día, en la escuela.

La ?nueva? Educación no será la panacea. Tampoco hay que resucitar modelos de caduca disciplina. Sin embargo, los pequeños remedios a veces producen grandes resultados y en el caso de los videojuegos violentos, parece que alguna medida será mejor que contemplar impasible cómo nuestros infantes y jóvenes acceden libremente a los mismos y disfrutan consiguiendo emoción a golpe de sangre y maldad, mientras agitan frenéticamente su videoconsola.

Viene al caso porque curiosamente hace unas semanas, un Juez de Oklahoma bloqueó la vigencia de la ley californiana de regulación de los viodeojuegos. Son nueve los jueces americanos que han suspendido otras tantas leyes aduciendo que ello va contra la libertad de expresión, o como afirmó un juez de Indianápolis, al más puro estilo del juez Lynch, que los juegos de violencia desempeñan un importante papel en el desarrollo moral, social y político de los menores, ya que así podrán afrontar el mundo tal y como es: violento e injusto.

La paradoja es que el Tribunal Supremo americano ha considerado que la Constitución de los EEUU permite leyes que regulen el acceso de los menores a material sexualmente explícito, pero en cambio no pueden prohibirse los videojuegos basados en la violencia. Al margen de la riqueza de debate en EU (donde es conocido tanto el problema de violencia urbana como la concepción ilimitada de la libertad, o incluso su cuestionable maniqueismo bélico), me sorprende que en México existan regulaciones estatales que prohíben entre otras cosas, el acceso de los menores a lugares de fumadores (con humo), su acceso a salones recreativos con máquinas de azar, e incluso se prohíbe la venta de alcohol, y curiosamente el panorama juvenil ofrece una preocupante extensión del gusto por los videojuegos excesivamente violentos, disponibles con toda libertad.

Numerosos estudios psicológicos coinciden en que el desarrollo de la facultad de empatía o capacidad para sentir aflicción y respeto por otra persona, y poder comprender mejor lo que siente, tiene lugar a partir de los ocho o nueve años, momento en que el niño aplica lo que vive, de forma que si se le familiariza con cuchilladas, violaciones, robos y destrozos, no desarrollará una actitud sensible sino que más bien frivolizará con el dolor o el cumplimiento de las normas sociales. Hablamos de casos extremos de niños con encrucijadas emocionales, pero también importan. No se trata de poner condiciones éticas ni religiosas, ni volver a estúpidas censuras, sino sencillamente de que los videojuegos no reflejen modelos de vida indeseables fuera de la pantalla.

Hay que subrayar que la violencia es consustancial al mundo y todo enseña, pero una cosa es una película como la Masacre de Texas que posee un argumento y escenas duras pero temporales, y otra muy diferente un videojuego que la parodia y cuya diversión y único argumento consiste en cosechar extremidades, y acumular litros de sangre derramados, puntuando más degollar un profesor o un policía que amputar los senos a una chica en biquini, y todo ello de forma interminable e inagotable, a gusto del consumidor.

Es cierto que todos hemos jugado a ?policías y ladrones? o hemos leído el Capitán Tormenta (donde los sarracenos y cristianos se batían a muerte) e incluso visto westerns donde escopetas y flechas se cruzaban con carga mortal, pero desde luego que una cosa es tomar un plato de arroz con picante y otra muy distinta tomar un plato de picante con arroz. Los videojuegos violentos tienen el encanto de lo inusual, de lo trepidante, de la acción exacerbada, del romper reglas, pero frente a ese canto de sirenas, hasta el mítico Ulises tuvo la entereza de saber atarse para resistir su canto seductor. El problema es que los menores por muy desarrollados y listos que sean, se creen dueños de sus instintos y de su futuro, e invencibles por aparentes artilugios técnicos.

La diferencia entre una película o novela de carga violenta y un videojuego violento es la misma que existe entre erotismo y pornografía. La pincelada erótica y la nota de violencia, o incluso la ocasional película pornográfica, no son perjudiciales para el adolescente en modo alguno. El problema radica en si la pornografía o los videojuegos violentos se administran en sobredosis o si se vuelven adictivos para menores sin criterio formado. Y es que los personajes de los videojuegos sádicos como los de las películas pornográficas están reducidos a unos personajes planos, sin identidad, monótonos en su actividad, y prescindibles de la trama (en el videojuego fáciles de aniquilar y despiezar como cerdos en el matadero).

El arte puede y debe retratar la cruda realidad; y el cine, la novela o un videojuego puede retratarlo pero no resulta tan admisible que los menores puedan enfrascar su tiempo formativo o lúdico en presenciar como si nada escenas del infierno padecidas por sujetos con pretensiones de realismo.

 

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