A quince años de que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) obtuvo su autonomía constitucional (y veinticuatro de haber sido creada), hay más preguntas en torno a su existencia, que respuestas o resultados concretos que haya arrojado.

La Comisión Nacional de los Derechos Humanos, desgraciadamente, ha resultado ser un pobre aliciente en la defensa de las garantías individuales de las personas que habitan el territorio mexicano. Un elefante blanco de la burocracia que no tiene modo efectivo de hacer valer sus resoluciones (llamadas recomendaciones, porque son eso, meras recomendaciones, consejos, avisos). Sólo hace llamadas a misa: va quien quiere. Esto es un defecto estrictamente orgánico, porque ni el constituyente ni el legislador ordinario jamás le ha dado facultades que vayan más allá de eso, de emitir cartas de buenas intenciones.

Pero también tiene defectos sustantivos: los derechohumanólogos (esa especie de vendedores de humo carentes de habilidades técnicas y académicas que les permitan ejercer sus carreras con seriedad, y que pueden ser abogados, sociólogos, psicólogos, economistas o trabajadores sociales, entre otros) son también culpables del poco impacto que la Comisión tiene en la vida cotidiana nacional. Muchos de estos sujetos han encontrado refugio en la protección de los derechos humanos para poder tener algún ingreso, a pesar de sus carencias profesionales. Conozco, de primera mano, a numerosos abogados que, por hueva o estulticia, usan como patente de corso el pretexto de los derechos humanos para fustigar desde el pedestal de la ignorancia cualquier procedimiento legal o jurisdiccional, cuando dos de los derechos humanos más importantes son la legalidad y el debido proceso. Es decir, que bajo argucias mediocres, pretenden ampliar principios jurídicos relevantes (como el llamado pro homine) para demeritar las formalidades que las leyes establecen e intentar ejercer sin el menor rigor jurídico, alegando que quien sí lo hace se comporta como un legalista. Como si ser legalista (es decir, trabajar con un estricto apego a la ley) fuera algo malo, censurable y, francamente, malévolo. Cientos de estos personajes han llenado, a lo largo de su existencia, las plazas de la CNDH y han originado los mediocres resultados que hoy se lamentan.

Su liderazgo, de igual manera, ha sido deficiente en lo general (por favor, que alguien enuncie algún logro valioso que tenga en su haber Raúl Plascencia Villanueva en este o en cualquier otro campo). Quien encabeza a esta institución suele estar dedicado a grillas palaciegas e intrigas con otras instituciones; baste recordar la recomendación relacionada con un caso de abuso sexual que se hizo a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) a fines del año pasado y cuyo Consejo Universitario criticó duramente, pues su único objetivo claro era descarrilar a cualquier posible candidato de la UNAM para dirigir la CNDH y apuntalar la reelección de Plascencia.

Desgraciadamente, también, sus similares locales han resultado ser igualmente ineficaces por las mismas razones.

En el año 2010, el doctor Carlos Elizondo Mayer-Sierra presentó un estudio intitulado ?Nuestros caros defensores de los derechos humanos?, dentro de la serie ?El uso y el abuso de los recursos públicos? publicada por el Centro de Investigación y Docencia Económicas (consultable en http://goo.gl/rMn5ZL). Fue una grave crítica a la ineficacia de estas instituciones en los niveles federal y local, así como al enorme dispendio que supone mantenerlas. Entonces, el gasto anual en estos castillos en el aire suponía casi dos mil quinientos millones de pesos. Hoy en día son casi tres mil, lo que bastaría para cubrir un año las necesidades alimentarias de Oaxaca, Tabasco o Guerrero, al menos conforme a los programas sociales que tienen en funcionamiento los gobiernos federal y locales. Lo verdaderamente alarmante es que casi el ochenta por ciento de estos recursos están destinados a pagar los salarios y gastos operativos de estas instituciones. Como dije líneas atrás: la CNDH y las comisiones estatales parecen estar convertidas en refugios de profesionistas mediocres que gustan de vivir del presupuesto público sin tener exigencias a cambio. Para agravar la situación, las comisiones de derechos humanos son algunos de los órganos públicos más opacos que existen, en cuanto se refiere al manejo de su dinero. El estudio del investigador Elizondo Mayer-Sierra sigue siendo bastante vigente.

De igual manera, sus funciones se encuentran duplicadas en prácticamente todos y cada uno de los órganos, secretarías, direcciones, organismos, poderes legislativos y judiciales, órganos autónomos, alcaldías y cualesquiera otras instancias federales, locales o municipales que conforman el aparato estatal mexicano. Es decir, es un gasto duplicado que sale de los bolsillos de los contribuyentes.

Por otro lado, su labor más notoria consiste en el debilitamiento del Estado mismo. ¿Cómo ocurre esto? Es sencillo de explicar: hoy en día es difícil encontrar a algún funcionario público dispuesto a hacer de forma completa y exhaustiva su labor por el simple temor a enfrentar algún conflicto con las comisiones de derechos humanos. Porque, aunque sus recomendaciones son ineficaces plenamente, el impacto que causan en la imagen de los servidores públicos es un costo político que será evitado en la medida de lo posible. Y para evitarlo, la mejor solución para cualquier servidor es no cumplir con sus funciones de manera total. Un fenómeno típico es la inhabilitación de policías y agentes ministeriales mientras se da seguimiento a la investigación de algún posible delito o falta administrativa.

Los temas de la agenda de la CNDH (y de sus similares locales) que se encuentran rezagados son muchos, además: libertad de expresión, seguridad pública, derechos de migrantes, derechos de las mujeres, acceso a las personas con discapacidad, etc. Pero estos no son los más graves. El tema más urgente e inmediato que deben enfrentar es la pésima percepción ciudadana que tienen. El indicador de impacto más importante para cualquier institución pública (máxime si tiene esta naturaleza) es la percepción que la gente tiene de ella. La tercera parte de las personas no confían en su labor o consideran que su trabajo consiste en defender delincuentes, primordialmente. El resto de la población suele considerar, por su parte, que el desempeño de la CNDH y las comisiones estatales es más bien conformista.

Entonces, la pregunta obligada es: ¿tiene sentido la existencia de la CNDH o sus similares locales? ¡Claro que no! Al menos no en la manera en la que funcionan actualmente, pues sólo son un dispendio de recursos que podrían gastarse en otras cosas. Cosas más urgentes e importantes.