Por lo general las medidas que toman los gobiernos que afectan a la ciudadanía, siempre son impopulares. Muchos ejemplos hemos tenido en estos últimos tiempos; la reforma hacendaria que fue conseguida por el Partido Revolucionario Institucional a través de pregonar que con la misma habría muchos beneficios para los mexicanos al cobrarnos más impuestos a los causantes cautivos, sólo ha recibido críticas, además de no percibirse los beneficios que con tanta pompa fueron anunciados.

Sin lugar a dudas, el “Hoy No Circula”, desde que pretendió implantarse durante el sexenio de Miguel de la Madrid, ha causado molestias entre la población, e incluso en aquellos tiempos, el Secretario de Gobernación adujo que era imposible aplicarlo porque se estaba restringiendo la libertad de tránsito consagrada en la Constitución, argumento carente de todo sentido jurídico e incluso de lógica, porque jamás se estaba restringiendo el libre tránsito de los ciudadanos, tal como después fue aclarado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Pues bien, hoy nos encontramos ante el Hoy No Circula “recargado”, ya que el Gobierno de la Ciudad ha decidido expandir los efectos de esta medida, ampliando a un enorme número de vehículos la restricción para circular, incluso los fines de semana.

Lo curioso es que las medidas para ordenar el tránsito tanto de personas, como de vehículos es sumamente antigua, tal como se desprende de una curiosa medida adoptada en el siglo XIII.

Tras la muerte de Nicolás IV, en abril de 1292, el cónclave se reunía para elegir el nuevo Papa pero el Colegio cardenalicio, formado por 12 miembros, estaba dividido entre los partidarios de los Orsini y los Colonna, lo que hacía imposible que ninguno de los candidatos de cada una de las facciones superase en número de votos a su oponente. Después de dos años de acusaciones y reproches, sólo un hombre ajeno a todas aquellas disputas podía poner de acuerdo al cónclave… Pietro di Murrone.

Pietro, nacido en Nápoles, era un monje benedictino que a los pocos años de ser ordenado regresó a su tierra natal para convertirse en un eremita… cinco años de vida solitaria y ascética en una cueva en las montañas. Muy a su pesar, las gentes del lugar comenzaron a visitarlo e incluso varios de ellos decidieron acompañar a Pietro en su retiro, lo que sería el germen de la orden de los Celestinos que aprobaría años más tarde Urbano IV. Pietro sólo aceptó el nombramiento cuando le hicieron ver que la voluntad divina estaba por encima de la suya propia. En 1294 era nombrado Papa con el nombre de Celestino V.

Su primera decisión fue trasladar la sede papal a Nápoles, lejos de las intrigas de Roma. Aunque lo intentó, pronto se dio cuenta de que no estaba preparado y tan sólo cinco meses después decidió renunciar: emitió un decreto por el que se permitía la renuncia papal y, lógicamente, fue el primero en utilizarlo. Regresó a su vida ascética en su antigua morada, la cueva de la que nunca debió haber salido.

Al cabo de nueve días, el nuevo cónclave elegía a Benedetto Gaetani, de los Colonna, como nuevo Papa. Bonifacio VIII, nombre que eligió Benedetto, volvió a trasladar la sede papal a Roma y ordenó capturar al anterior Papa. Aunque Pietro hubiese renunciado, seguía teniendo muchos adeptos y Bonifacio entendía que aquella situación menoscababa su autoridad. El ermitaño intentó huir a Grecia pero fue capturado y encerrado en el castillo de Fumore. Tras 9 meses de encierro y oración -dicen que incluso de ayuno- fallecía.

Después de algunos enfrentamientos con varios reyes y con las arcas de la Iglesia temblando, se le ocurrió una idea para volver a llenarlas: en 1300 promulgó el primer Año Santo, todos los peregrinos que visitasen la basílica de San Pedro obtendrían una indulgencia plenaria. Aquella promoción turístico-religiosa para la ciudad de Roma, que los posaderos y comerciantes supieron agradecerle, fue todo un éxito: se calcula que unas 200.000 personas, entre devotos cristianos y los parásitos (rateros, prostitutas) que suelen acompañar las migraciones masivas, visitaron la ciudad. Durante la celebración del Año Santo, la gente se agolpaba en las calles cercanas a la plaza de San Pedro impidiendo el paso de los carruajes, lo que ocasionó numerosos incidentes. Para poner orden en medio de aquel caos, el Papa ordenó que marcasen con líneas blancas la parte central de las calles para que de un lado cruzasen los carruajes y del otro los peatones.

 

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