Se lee a diversos columnistas festejar la inevitable imposición de las leyes secundarias que ha seguido a la previa imposición de la reforma constitucional que avala la entrega de los recursos estratégicos, de la riqueza nacional a manos privadas y al filón nada desdeñable de la corrupción institucionalizada.

Para estos columnistas, Enrique Peña Nieto, el represor de Atenco,  el que mantuvo hundido en la corrupción y la violencia y la crisis al Estado de México, el vergonzante protagonista del episodio de los tres libros, el involuntario exhibicionista de sus carencias, es todo un estadista.

Francamente no se entiende esta euforia “periodística”, porque se conduce como si fuera parte del equipo del gobierno federal. Como si tomara y llevara parte. No se está de acuerdo con ellos, pero se entiende a los senadores y diputados del PRI, PAN, “Verde”, Panal y la hasta la parte chucha en el legitimador “Pacto por México”, pero, ¿que los periodistas festejen la imposición de la reforma constitucional, de las leyes secundarias y celebren la entrega de la riqueza nacional a cambio de un supuesto beneficio a futuro no garantizado en absoluto por un sistema económico y político que ha fracasado durante más de treinta años? ¿Cómo explicarlo? No hay más:

Ignorancia, ingenuidad, lerda credulidad en el sistema, lambisconería o interés involucrado en la repartición de los beneficios que irán de la mano de la burocracia cínica y entreguista y tal vez también de las corporaciones. ¿Hay más?

Una cosa es que Peña cumpla una función en el entramado internacional del neoliberalismo que siempre ambicionó con romper la constitución mexicana para arrebatar la riqueza de los mexicanos, muy otra es que sus panegíricos lo quieran “vender” (en el lenguaje gringo también) como todo un hombre de estado.

Peña Nieto no puede ser “todo un estadista” porque simplemente no ha gobernado para los mexicanos. Desde el momento en que “ganó” de manera irregular la elección presidencial (por vía de la adquisición monetaria, de acuerdo con las evidencias), se empeñó en avanzar en el enrarecimiento de las condiciones de la protesta social, acotarla, encapsularla. Simultáneamente, cumplió el cometido de ofrecer y prometer, dar garantías al mercado internacional, en el extranjero, de que abriría al fin Pemex.

Al tiempo que se negó nacionalmente esa apertura, él y su equipo neoliberal lanzaron una campaña contra la estructura energética en México. Lo demás ha sido simple: impusieron en diciembre de 2013 la reforma constitucional que permite la privatización de los recursos estratégicos (quien diga lo contrario, francamente se engaña o es parte del equipo gubernamental en algún sentido) y en estos días, julio de 2014, se detallan las leyes secundarias que le dan solidez y rumbo a la reforma. ¿Puede ser estadista quien no consulta democráticamente a la sociedad sobre un cambio histórico trascendental que la afectará de manera permanente al menos durante un largo periodo y que por el contrario se impone a ella por la fuerza del monopolio del poder?

El cuadro listo. Ya desde el año 2000 recuerdo discusiones con gringos neoyorquinos conservadores sobre sus planes para romper, quebrar al fin Pemex y volver gloriosos al suelo mexicano a explotar su riqueza energética. Si en Salinas de Gortari tuvieron un aliado extraordinario, alguien que destrozó la economía nacional y generó las condiciones actuales de crisis y grave deterioro, en Peña han encontrado la dúctil llave de la entrega.

Que no vengan entonces los apologistas con que estamos ante un estadista de estatura mayor. No, señores, estamos ante un entreguista absoluto; un eficiente actor del papel asignado. Ante un entreguismo compartido y validado por la mayoría de los legisladores y, por supuesto, la alta burocracia de “nuevo rostro”. La lógica elemental, los datos, las evidencias pasadas y presentes lo subrayan.