El dos de octubre de 1968 yo estaba por la mañana en la facultad de Química en una asamblea del CNH encabezada por uno de los dirigentes más activos de nuestra escuela en el movimiento, Miguel Joldy Marín, de quién después de ese evento no volvimos a saber más.

El acuerdo había sido tomar tres rutas para llegar por la tarde a Tlatelolco.

Cipriano Salgado Calderón, uno de mis mejores amigos en la escuela de Química, originario de Acapulco y quien me contaba con frecuencia los episodios que vivió cuando estaba en la primaria escondiendo en su casa a los amigos guerrilleros de sus padres, era el encargado de la ruta que tomaría los camiones que salían de la antigua terminal en CU por Tlalpan. Eran la línea naranja conocida como General Anaya. El plan era bajarnos a la altura del Viaducto y caminar hasta la terminal del recién inaugurado Metro. Dicen que fue con motivo de los juegos olímpicos que iniciaban en México el 12 de octubre de ese año.

Resultó un caos salir de CU. El plan era salir a las dos de la tarde para estar en Tlatelolco a las cinco pm.

Al Viaducto llegamos cerca de la 5.30 de la tarde.

Cuando tratamos de caminar a Tlatelolco por Tlalpan para continuar por 20 de Noviembre y luego tomar Juárez para llegar a Guerrero y de allí a Tlatelolco, la movilización de tanquetas del ejército de la policía del DF era ya intensa.

A la altura del Salto del Agua a donde tuvimos que desviarnos para tomar San Juan de Letrán, hoy Eje Central Lázaro Cárdenas, los soldados nos dijeron que ya no podíamos seguir adelante. Que nos regresáramos a nuestras casas. Eran ya pasadas las seis de la tarde.

Como pudo Cipriano Salgado se les escabulló y logró llegar a Tlatelolco. Luego nos contó que cuando estuvo en la Plaza de las Tres Culturas la balacera seguía en grande. Se escondió en una de las salientes del piso frente al edificio 2 de Abril. Y aguantó hasta que unos soldados empezaron a sacarlos por la avenida San Simón ya en pleno Peralvillo.

Volví a ver a Cipriano hasta noviembre cuando regresé a CU. Y fue en otra asamblea en el auditorio de la facultad. Eran permanentes.

Yo me había regresado a Guanajuato y por conducto de Ignacio Zavala, gran jugador del equipo de basket bol de la facultad que me metió como primera reserva a pesar de que solo mido 1.75 de estatura, originario de Zamora, me informaba del desarrollo de los acontecimientos.

Excelsior, periódico al que mi padre Juvencio Camacho Cortés, un profesor liberal surgido de las normales cardenistas, estaba suscrito y que llegaba a mi casa en Acámbaro después de lo dejaba en la estación del ferrocarril tan importante que existía en mi ciudad natal, el tren de las tres de la tarde que salía del DF, era la fuente más confiable para que los mexicanos que no estaban en la capital pudieran saber la verdad sobre el destino del movimiento estudiantil del 68.

Lo dirigía Julio Scherer, a quien yo conocí una vez que visitó la oficina del maestro Rodolfo Mendiolea, donde yo trabajaba tres días a la semana de chícharo.

Soy miembro orgulloso de esa generación. El rector era Javier Barros Sierra. En una marcha tuvo la oportunidad de estrechar su mano.

Esa vivencia del día negro de Tlatelolco sigue en mis recuerdos de manera permanente.

Cipriano es director ahora de una escuela Técnica por el rumbo de Iztapalapa. Juan Rodolfo Tovar, también integrante del equipo de basket, se regresó a vivir a Puebla. Bertha Martos, que es la que convoca a la generación de vez en cuando, trabaja en unos laboratorios en Naucalpan y es abuela.

Yo hace 30 años que seguí el consejo de Mendiolea y del Dr. Emilio Uranga y me hice periodista político. De medio pelo, pero escribo a diario en el mejor espacio que he tenido en mi trayectoria. Es el de SDP, donde vivo otra aventura al lado de mi entrañable amigo Federico Arreola.

Hoy vivimos otro tipo de violencia en México.

Diferente, pero igual de cruel. En el 68 fuimos actores. Hoy somos víctimas colaterales de la Guerra de Calderón.

Pero en fin, solo puedo decir, otra vez, que para mí la frase vive intensamente: 2 de Octubre no se olvida.