Hace poco más de quinientos años, Nicolás Maquiavelo terminaba de escribir El Príncipe, una de las mayores obras de ciencia del gobierno y del mando jamás escrita. El nombre de su autor ha llegado hasta nuestros días asociado a la doblez y a la perfidia, si no es que a la maldad y a la perversión. Fama injusta que no honra a un hombre que profesó un ferviente amor a su patria, en cuya defensa empleó sus mejores energías. De lo que no cabe duda es que estamos ante una personalidad inmensa, oceánica, que pareciera no ser uno sino muchos, si nos atenemos al juicio que le prodiga la multitud de sus críticos, que van de lo bueno a lo malo de extremo a extremo.

Maquiavelo ejerció un cargo diplomático que aunque distaba de ser preeminente, no carecía de dignidad y de importancia; lo hizo con impecable honradez, como lo prueba el hecho de que muriera en condición de pobreza. La política, arena veleidosa y espacio donde todas las pasiones humanas —altas y bajas— ocupan asiento, lo hubo retirado a la escritura. Acometió la pluma con la esperanza de regresar un día al servicio. No volvería. En cambio nos dejó páginas que durante cinco siglos no cesan de ser leídas y discutidas.

Si hay algo que pueda catarse de inmediato en la obra de Maquiavelo es —además de su prosa puntual y afilada— su sinceridad cruda y cáustica; su aguda mirada analiza las cosas tal cual las observa y no como quisiera imaginarlas. Escribió con lucidez y sin concesiones. No engaña ni hace literatura: estudia y describe la realidad como lo hace un científico. Procede como un frío disector de la política, que nunca ha sido oficio propicio para estómagos delicados.

Pero sólo una lectura superficial miraría a El Príncipe —y con mayor razón, al resto de la obra del florentino, especialmente los Discursos sobre la primera década de Tito Livio—como un manual de instrucciones para prevalecer. Hay dilemas que quitan el sueño a quien sea capaz de adentrarse en el conflicto que entrañan y a discernir la grave responsabilidad que apareja ejercer el poder. En las acciones humanas, apunta, “siempre hay algún mal en las proximidades del bien, y el bien provoca el mal tan fácilmente que parece imposible evitar éste si se desea aquél”. Muchos años después, en la misma reflexión, Max Weber lanzará la siguiente advertencia: “Quien busque la salvación de su alma y la de los demás, no la busque por el camino de la política, cuyas tareas, que son muy otras, sólo pueden ser cumplidas mediante la fuerza”.

La esencia del pensamiento del secretario florentino gira en torno a precaver una idea básica: gobernar es una tarea en extremo grave y delicada. Requiere personas a la altura de esa responsabilidad; no espíritus infantiles que jueguen a la política. A esa causa procura abonar con la mayoría de sus preceptos, de entre todos los cuales recojo, como prueba del espíritu republicano que anima su obra, el que aparece en el punto 45 de los Discursos: “No creo que exista cosa de peor ejemplo para una república que hacer una ley y no observarla, sobre todo si el que no la observa es quien la ha hecho”. Y sí, lo dijo Maquiavelo.